Categoría: Diario

¿Liebre o tortuga?

[28/10/2002]

Creo que es mejor ser como la liebre, capaz de parar a divertirse, comer, dormir la siesta; de olvidar el deber y en todo caso hacerlo de taquito cuando no hay otro remedio; de estar feliz consigo misma aunque nada sea perfecto; de disfrutar la vida. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene ganarle a una tortuga?

Pochoclo

[26/10/2002]

No éramos los únicos en comer pochoclo durante la película de David Lynch.

Déjà vu

[25/10/2002]

¿Qué diferencia hay entre caerse del décimo piso y caerse del primero?

Que cuando uno se cae del décimo hace así:

—Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa… Pum.

Y cuando uno se cae del primero hace así:Pum. Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…

Luis Pescetti contaba este chiste el año pasado, en su espectáculo. También lo puso en un disco, “El vampiro negro”. Era uno de nuestros favoritos: Gabriel y Susanne se reían, yo volvía a contarlo cuando había oportunidad.

Pero ahora estoy lejos de ese chiste, lejos de Pescetti, sobre todo lejos del año pasado. Con mucha lentitud, sigo digitalizando los videos de la primera vez que fui a Europa, en 1991. Esta semana, por ejemplo, estoy en la Alhambra. Es un 23 de mayo, un día de sol, caluroso. La cámara gira, enfoca, desenfoca, cargando la cinta con mosaicos, columnas, patios perfectos. Es un viaje en la máquina del tiempo. Es magia. Hay momentos así:

Así:

Así:

Los ruidos son sorprendentes. Dos andaluzas pasan junto a mí diciendo cosas ininteligibles. El agua que corre suena a bolsitas de plástico. Hay pájaros, había pájaros en la Alhambra ese día y yo no los recordaba, y todavía están cantando.

Detrás de mí (detrás de aquel yo que estuvo en La Alhambra hace once años y medio) hay un grupo de franceses. La cámara no los ve, pero quedan grabados. Se ríen. Uno de ellos empieza a contar algo en voz alta, demasiado alta para el estándar de este sitio, algo que no entiendo porque no sé francés. Y de pronto hace así:

Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa… Pum.

Siento unas cosquillas en la espalda: la espalda, para ciertas cosas, es más rápida que el cerebro. La cámara, mientras tanto, quedó hipnotizada en este sitio:

Suena otra rápida frase que, ahora sí, casi comprendo. Y enseguida:

Pum. Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…

Y la Alhambra ya no volverá a despegarse en mí de este nuevo viaje, este loop imprevisto, esta pieza de un rompecabezas que siempre estamos armando y no nos damos cuenta.

Cinco mil

[20/10/2002]

Los diarios tienen tantas formas de abrumarnos, aunque sólo sea por la cantidad, por las montañas de papel entintado, las pilas que se forman en un parpadeo y luego no hay huevos suficientes en el mundo para envolver con tanta hoja inútil. Eso sin contar las noticias, las opiniones, las encuestas, los chistes, los avisos, la maraña en la memoria que produce todo aquello que dejamos para leer otro día y luego no encontramos más.

Pero hay otro modo en que nos pueden abrumar. Hoy salió el número cinco mil de Página/12. Es absurdo. Muy diferente de La Nación, o incluso Clarín, que empezaron a salir cuando yo todavía no leía diarios. Nada quer ver. Me acuerdo muy bien de la época en que empezó Página, lo asocio a momentos de mi vida. Y lo que me abruma es que desde entonces hayan pasado cinco mil días. Cin-co-mil. (Más en realidad, porque durante casi todo este tiempo Página salió sólo seis veces por semana.)

Por algún motivo, pensar que pudieron salir ochocientos números de un semanario no me alteraría tanto. Es la fuerza bruta de ese cinco mil, aplicado a lo que parece ser mi memoria más reciente, lo que termina de paralizarme.

[20/10/2012]

Más de tres mil seiscientos cincuenta días más tarde…

Límites

[19/10/2002]

Fui con Gabriel, mi hijo, a ver a Luis María Pescetti, y presencié un acontecimiento histórico: el primer (creo) espectáculo para niños donde se dice (y repite, y repite, y repite) la palabra “pedo”. Con mímica, además. Y efectos de sonido (pero hechos con la boca). Qué bien cuando se van superando los límites.

Nombre

[19/10/2002]

A veces se me ocurre que esto, en lugar de La Mágica Web, debería llamarse El Mágico Webo.

Revisión

[18/10/2002]

Cuántas cosas parecieron buenas ideas en el momento de hacerlas.

Rumbo a Palermo

[16/10/2002]

Eran las ocho de la noche y estaba lloviendo cuando fui a tomar el 151 rumbo a Palermo. Me tocó uno de esos colectivos que tienen pocos asientos adelante, la puerta de salida en el medio y una acumulación de asientos atrás. Los de adelante estaban casi todos ocupados, así que me fui al fondo, a sentarme en la penúltima fila.

Justo frente a mis ojos estaba la nuca de un hombre joven, rapado, vestido con remera blanca. En la base de esa nuca había tatuado un ojo, bastante realista, que me miraba mientras su dueño hablaba por celular.

—Estoy yendo para allá —decía—. No estoy llegando, pero estoy yendo.

Mientras tanto, era imposible dejar de mirar ese ojo. Más todavía, tuve que imaginar a una mujer (o a otro hombre) que acariciaba esa nuca, ese cuello, acercaba la cabeza lentamente como parte de un abrazo hasta apoyar la barbilla en el hombro, entrecerraba los ojos, miraba un poco hacia atrás y hacia abajo y descubría de pronto un dedo en ese ojo sorpresivo, un dedo aparentemente embadurnado de fluido ocular, y entonces gritaba de asco y temor, se alejaba a los saltos, destruía para siempre todo posible contacto.

—Estoy en el colectivo —decía el del ojo mientras tanto—. Voy para allá. Llegaré en unos diez minutos.

Entonces alguien se puso de pie más adelante, dejando libre el mejor asiento, el que queda justo tras la puerta del medio. Me mudé enseguida, un poco por el ojo y otro poco por la charla telefónica.

Diez cuadras después, la charla telefónica todavía continuaba, aunque desprovista de sentido por la mayor distancia y los ruidos del colectivo:

—Lero lera —sonaba— lerio yo uagaba rundia leroso yo única la verdad…

Hablaba todo el tiempo. Casi no paraba, como un mal actor que simula una conversación sin tomar en cuenta la otra mitad. El interlocutor del portaojo debía ser un experto de video game, de esos que consiguen acertar sus disparos (sus monosílabos) en los huecos de un píxel de ancho que deja la armadura enemiga.

—Luria lemiria sebande malcata vendría…

Pasaban las cuadras. También seguía lloviendo.

*

La charla terminó en la esquina de Niceto Vega y Bonpland. El silencio telefónico duró muy poco, el tiempo que tardó en sonar el celular de una mujer que se había sentado junto a mí.

—Hola —atendió.

Silencio.

—¿Viste? —dijo.

Silencio largo.

—¿Viste?

Silencio.

—Sí, sí.

Silencio, doble silencio.

—Viste.

Silencio. Tuve la impresión de que estaba presenciando, en diferido, el otro lado de la conversación anterior. Pero no, esta era demasiado breve:

—Bueno, te veo ahora —dijo la mujer, y cortó.

Enseguida llegamos a Scalabrini Ortiz, donde yo tenía que bajar.

*

Cruzando la calle delante del colectivo, que se había parado en el semáforo rojo, venían dos chicos. Uno le advertía al otro:

—No le toques la cola, eh. Cuidado. No le toques la cola.

Eran cartoneros. Llevaban un enorme carrito de supermercado muy cargado de papel. La cola en cuestión también esperaba el cambio de luz del semáforo: era la de un taxi.

Armonía

[15/10/2002]

En armonía perfecta, como cuerpo y espíritu indisolublemente ligados, el conductor de la F100 exhala por la ventanilla una bocanada espesa de humo de cigarrillo y la camioneta exhala por el escape una nube de monóxido de carbono.

Algo faltaba

[10/10/2002]

Algo le faltaba a la esquina de Mendoza y Crámer. Al pasar casi cada día notaba un vacío indefinido, una especie de hueco que aún no había adquirido la forma de aquello que debía llenarlo. A diferencia de otras esquinas, esta parecía incompleta, difusa.

Hoy llegó el alivio, se resolvió el misterio: entre los autos, con un ojo en el semáforo y el otro en su arte, apareció un malabarista.