Categoría: Diario

Afiche

[10/10/2002]

La calle está llena de afiches de De la Sota con cara de estar frente a un espejo practicando expresión de “estoy muy satisfecho conmigo mismo”.

O tal vez la expresión sea verdadera, y su satisfacción evidente se deba a que encontró un modo de escapar de su absurda candidatura (o precandidatura, o como la llamen). Esto le daría sentido a la frase que, junto a su cara, domina el cartel: “¡Sí, hay salida!”

(Aunque muchos opinan que la frase se refiere a otra cosa, que no agrega nada nuevo, y que la salida es Ezeiza.)

Separación

[7/10/2002]

Alguien duerme cada noche con la cabeza a treinta centímetros de la mía. Ahí respira, ronca a veces, sueña con cosas que nunca sabré. Ahí tiene insomnio, da vueltas, cambia la almohada de posición, recuerda unas cosas y olvida otras. Ahí vive un tercio de su vida, siempre a treinta centímetros de mí, casi tocándome.

No conozco a esa persona. Nunca la vi. Tampoco conozco la habitación donde duerme, y lo más probable es que no llegue a conocerla. Nos separa una pared de ladrillo hueco, una pared frágil, que podría romper a martillazos en unos minutos. Nos separa una cordillera, un océano, un universo entero condensado en treinta centímetros.

Animal

[4/10/2002]

La agujereadora eléctrica que están usando a unos dos metros por encima de mi cabeza suena como un animal enorme y muy dolorido.

Voces de vecinos

[22/9/2002]

De noche las voces de esos vecinos que se acuestan tarde suenan como si todos viviéramos bajo el agua.

Guantes

[15/9/2002]

Soñé que hacía cola en un negocio que vendía guantes. Delante de mí había una mujer que compraba de todo: guantes negros, guantes anaranjados, guantes que traían colgando algo parecido a un cargador de baterías. Era como esas señoras que llevan un poco de cada cosa de la verdulería. Se juntaba una pila enorme de guantes, todos para ella. Yo sólo quería un par, no sé de qué clase, pero estaba obligado a esperar.

La plaza, el domingo

[8/9/2002]

La plaza Noruega, en el barrio de Belgrano, el domingo a la tarde:

  • Nene con uno de esos títeres con pico que se abre y se cierra haciendo clac clac clac.
  • Pareja que se besa, los dos sentados en un banco con las piernas en sentidos contrarios, los dos rubios de pelo corto.
  • Dos chicas que toman una botella de cerveza negra.
  • Perro que mira con melancolía el cartel que le prohíbe entrar al área de juegos infantiles.
  • Dos amigos de cuarenta y pico y barba de unos días, espalda encorvada, pelo desprolijo, que charlan sobre el trabajo que no fue.
  • El papel de caramelo que rueda y rueda y rueda.
  • El sendero gastado.
  • Picazón en la nuca.
  • Silencio, casi.
  • Las hojas verdes contra el cielo azul.

Alarma

[7/9/2002]

Trato de dormir la siesta, pero no puedo porque hace una hora y media que suena la alarma de un auto. Después mi mujer me dirá que el auto está en la esquina, frente a la lencería, pero ahora no consigo ubicarlo: sólo sé que suena y suena en algún lugar al otro lado de la ventana, de la persiana baja y las cortinas azules que decoran mi dormitorio, y suena de tal modo que no puedo dormir la siesta.

Es una de esas alarmas con seis sonidos diferentes, seis torturas cuidadosamente diseñadas para que ningún otro ruido las enmascare, para ser inconfundibles, para gritar ALARMA ALARMA ALARMA ALARMA en el oído de toda persona que se encuentre a menos de doscientos metros. Este ejemplar específico tiene una pequeña falla: cada vez que llega a la mitad de uno de los sonidos, una especie de insecto furioso que taladra el cráneo a mucha velocidad, se frena durante dos segundos, el tiempo suficiente como para creer que se apagó, y luego empieza de nuevo.

Me imagino un pisón gigantesco que baja de las alturas y aplasta el auto, una vez, dos veces, tres. Quedan restos de chapa ya oxidada. Pero la alarma sigue sonando. Viene una dobladora de metal, que pliega los restos en cuatro, en ocho, que hasta levanta las arandelas sueltas del piso y las entierra en el centro del metal. Pero la alarma, todavía, sigue sonando. Compactan todo para formar un cubo. Meten el cubo amarronado, que pesa una tonelada, en un camión que se va por la avenida hacia quién sabe dónde. Pero la alarma, como queriendo darles la razón a los dualistas, como un alma separada del cuerpo, sigue sonando. Seguirá sonando para siempre, durante horas, días, años. En el futuro más remoto, cuando vengan a estudiar los restos enterrados de esta ciudad, descubrirán un punto en que esa alarma todavía estará sonando. Y alguien propondrá la teoría de que la alarma es el centro del universo, que está fija a un sitio del entramado espaciotemporal, una singularidad desnuda que no se mueve en términos absolutos, en torno a la cual gira todo lo demás. Seguramente las leyes físicas pueden sobrevivir a la aplicación de ese tipo de simetría. Quien no puede sobrevivir soy yo, con la almohada en torno a la cabeza, acompañando sin querer los ritmos de la alarma con emisiones guturales, con los nudillos, con la lengua entre los dientes, pidiendo ayuda donde decididamente ya no la hay.

La vida del remisero

[4/9/2002]

—Yo ando siempre a la misma velocidad explica el remisero. Hasta las tres de la madrugada, eso significa que voy demasiado rápido. Después de las tres, que voy demasiado lento.

Esquiva una 4×4 y sigue:

Antes iba a Ezeiza a ciento cuarenta. Sin peligro, porque estaba solo en la autopista. Ahora, con el precio del gasoil, no puedo pasar de cien porque consume mucho.

Pasamos un semáforo anaranjado. Le ofrezco un chicle, pero la lengua no se le queda pegada.

El problema dice es la madrugada de los domingos. Pasan todos a ciento setenta, a doscientos, y además están borrachos.

Sonríe, recordando una anécdota de esas que debe haber contado a cada pasajero en los últimos diecisiete años.

Estaba parado en un semáforo rojo. Cuando el semáforo cambió no hice nada. El pasajero me preguntó por qué me quedaba ahí, y entonces pasó delante de nosotros un taxi, como una bala. Recién después arranqué. “¿Cómo sabía que venía ese taxi”, me preguntó el pasajero. Le contesté que lo había visto dejar pasajeros a unos metros de la esquina, y estaba seguro de que iba a pasar el semáforo aunque ya hubiera cambiado.

Estamos llegando a destino. Le queda tiempo apenas para un comentario final:

Es que yo fui taxista muchos años. Los conozco bien. Me mira, no por el espejito sino cara a cara, dándose vuelta. Pero nunca hice esas cosas, por supuesto.

Relación

[1/9/2002]

Con la estufa prendida el café es más rico.

Santa Rosa

[30/8/2002]

En Buenos Aires zafamos de la tormenta de Santa Rosa. La había anunciado el Servicio Meteorológico Nacional, pero más el verano exagerado de los días anteriores. Tanto calor, tanta humedad debían terminar en una catástrofe de agua, viento, cortes de luz, granizo, evacuados, titulares, de todo. Pero no. Llovió un poco, claro. Bajó la temperatura, un montón. Hasta ahí. A las pocas horas había vuelto el invierno y estábamos libres de culpa y cargo. Algo al fin por lo que no tenemos que pagar demasiado.

*

Camino por la Avenida Crámer. El aire está fresco, picante. El cielo, empapelado con nubecitas decorativas y un azul estridente. Hace el frío necesario para que los músculos se activen, los pulmones revivan, el cerebro no tenga otro remedio que acusar recibo del mundo exterior. Da la sensación de que se vive más así, se puede absorber más, hay otro contacto con la realidad. Me pongo a pensar en describir esto en una pequeña pieza literaria, en realidad me pongo a elaborar un final cínico para esa pequeña pieza literaria, que debería tener más o menos esta forma: “Camino por la Avenida Crámer. Intento hacer eso, aquello, lo otro (aire limpio, sentirme vivo, bla bla bla). Pero no puedo.” Sin embargo, no lo voy a escribir así, sería mentira: no estoy intentando nada, excepto tramar algo que tal vez escriba. Las señales del exterior disparan señales internas, y las señales internas acaban por relegar las otras a un segundo plano.

*

Mientras tanto, ese chico de once años está paralizado, con la boca abierta, las pupilas dilatadas, las manos en el aire, contemplando durante un minuto entero el afiche erótico de la cerveza Brahma.

*

Ya no hay tormentas de Santa Rosa. Sólo quedan tormentas de Santa Rosca.