Categoría: Diario

—Dale, papá

[23/5/2002]

—Dale, papá.

El padre tira el gorro de lana, como una pelota, en dirección al nene. El nene, que debe tener dos años, lo atrapa en el aire y enseguida se lo vuelve a tirar al padre. El padre se estira, se inclina, se tuerce, levanta el gorro del piso.

—Dale, papá.

El padre mira alrededor, trata de hacer el juego más lento.

—Dale, papá.

Ahí va el gorro, entonces. El nene lo atrapa, lo suelta, lo atrapa, y lo tira más o menos hacia al padre. “Más o menos” significa, a veces, en dirección contraria, o perpendicular, y en esos casos es el propio nene quien corre a buscarlo para probar otra vez. Cuando tiene el gorro en sus manos, el padre insiste en perder segundos.

—Dale, papá.

Gorro que viene, gorro que va.

—Dale, papa.

Gorro hacia aquí, gorro hacia allá.

—Dale, papá, o no te quiero más.

En eso un viejo se acerca al nene, sonriente, para acariciarle la cabeza. El nene, con el gorro en las manos, lo mira y le dice:

—Hola, caca.

El viejo sigue sonriendo.

—Hola, caca —insiste el nene.

—¿Cómo te llamás? —pregunta el viejo.

—Hola, caca.

—Qué lindo.

—¿Por qué tenés pelota?

El cambio de discurso del nene toma a todos por sorpresa, hasta que el viejo mira su llavero, una especie de pelota de tenis en miniatura. Mientras tanto, el nene tiene tiempo de insistir:

—¿Por qué tenés pelota?

—Para poner las llaves —dice el padre, ya que el viejo no parece decidido a contestar.

El nene pierde todo interés en el tema. Vuela el gorro.

—¡Dale, papá!

[23/5/2012]

Fue en la sala de espera de la clínica. Literal. Tomé nota, para no olvidarme de nada. Todavía me acuerdo del momento. En qué andará ese nene diez años más tarde.

Tuteo

[20/5/2002]

La recepcionista de la clínica tenía el hábito de tutear a todos, por teléfono o en persona, conocidos o desconocidos, sin distinción de edad, género o enfermedad. A todos, todos, todos. Excepto a mí.

Virrey Vértiz

[19/5/2002]

Virrey Vértiz. Virrey Vértiz. Virrey Vértiz. Nunca consigo recordar el nombre de esa avenida. Uno tiende a llamarla Libertador, pero no, no es Libertador: Libertador está, a esa altura, al otro lado de las vías. Esa avenida se llama Virrey Vértiz.

Hace unos meses tenía que ir a Virrey Vértiz y José Hernández. Subí a un taxi y dije:

—A Libertador y José Hernández.

El taxista tomó por La Pampa, y estaba por cruzar las vías cuando me dí cuenta del error, justo a tiempo.

Hoy tuve que ir otra vez al mismo sitio. Recordando el mal antecedente, pero incapaz de pensar en el nombre de esa avenida, dije:

—Voy a Sucre y la avenida ésa que está entre las barrancas y las vías, que nunca me acuerdo como se llama.

—Yo tampoco —confesó el taxista—. La llamo Libertador, pero no es.

Conformes ambos con nuestro pensamiento homogéneo, seguimos viaje sin otros inconvenientes. Hasta que en la desolada esquina de Sucre y Virrey Vértiz (desolada en una mañana otoñal de domingo, sin gente en la plaza, con poca luz en la atmósfera, un poco fría), el taxista empezó a frenar. ¡Error!, anunciaron mis alarmas internas. ¡Otra vez error!

—Perdón, me confundí —dije—. No es acá donde voy. Es más adelante.

Para entonces estaba perdido: iba a una esquina de la que no sabía el nombre de ninguna calle. Aunque ahora sí, ahora había visto el cartel “Virrey Vértiz”. Pensé que convenía aclarar las cosas:

—Voy a una clínica que está media cuadra a la derecha.

—Ah, sí —dijo el taxista—. En José Hernández.

—Eso, claro, José Hernández.

¿Cómo había podido olvidarme? Allá fuimos, y allá por suerte llegué, y allá me diagnosticaron que no era una reacción alérgica sino una “varicela zoster”, que podemos contraer de adultos quienes tuvimos varicela de niños, y que podía doler y picar y que mejor era comprar unas pastillas específicas, aunque fueran caras.

A la farmacia, entonces, y sí que eran caras las pastillas. Y sí que duele y pica, a la vez. Es como quemaduras, no tan graves, pero la ropa no se soporta, las sábanas no se soportan, tengo un poco de fiebre, y espero que esto se acabe pronto.

Virrey Vértiz.

*

Escribo para entretenerme mientras me viene el sueño suficiente como para vencer a la varicela zoster. En tanto, se me ocurrió mirar la guía Filcar. Tengo la edición 1987, y cambiaron muchas cosas en la ciudad desde entonces. Pero casi todo, a pesar de estos terribles años, sigue en el mismo sitio.

Compruebo Virrey Vértiz, compruebo Libertador, compruebo José Hernández. Y empiezo a notar algo que nunca había visto: la curiosa distribución de acentos en esta guía. Estoy en la página 79. Primero pienso que sólo tienen acentos las íes, en estos nombres de calles escritos con mayúsculas: ECHEVERRÍA, ZAVALÍA. Y que en cambio las otras letras no los merecen: OLAZABAL, VIRREY VERTIZ, DR. ROMULO S. NAON. Pero la regla se hunde enseguida: ahí están JOSE HERNÁNDEZ (¿por qué la E de José no tiene el acento, pero la A de Hernández sí?), CAP. GRAL. RAMÓN FREIRE, el tan discutible caso de AV. CRÁMER… Y caramba, hay una excepción en sentido inverso, SUPERI, una I que debería tener el acento y sin embargo… Y aquí está NUÑEZ, y allá CRISOLOGO LARRALDE, y aquí IBERÁ, y allá ROQUE PEREZ, y ya no entiendo nada. ¿Alguien revisó esto antes de mandarlo a imprimir? ¿Lo habrán arreglado en ediciones posteriores?

Virrey Vértiz. Virrey Vértiz.

[19/5/2012]

No se acabó pronto. La varicela zoster, o herpes zoster, se lleva su tiempo. Por suerte, solo se puede tener una vez.

Acá abajo, el primer comentario es un espléndido chiste de Michel.

Fogonazos

[16/5/2002]

Hace unos días, durante la tormenta, mi padre estaba escuchando Radio Cultura y, a la vez, mirando por la ventana del living. En eso, un fogonazo, un cortocircuito descomunal o algo así iluminó la cima de un edificio que está en Juramento y Zapiola, o Juramento y Conesa. Simultáneamente, la radio enmudeció.

Mi padre, desconcertado, se quedó esperando que algo más ocurriera. Pasaron unos veinte minutos. Entonces hubo un segundo fogonazo o cortocircuito o lo que fuera, igual al primero. Y la radio volvió a andar exactamente igual que antes.

Es sabida la leyenda de que la amnesia se cura con el segundo golpe. Pero una antena…

Reírse solo

[15/5/2002]

Cómo me gusta cuando veo, en la calle, alguien que viene riéndose solo. Siente un poco de vergüenza, apunta la cara al piso, trata de reprimir la risa pero se le escapa por un lado de la boca, luego por el otro, sacude sin querer la cabeza, apura el paso, aspira hondo y vuelve a empezar. Después de esto, las otras caras, las que vienen atrás, son todas horribles.

Escalera al infierno

[15/5/2002]

Venía caminando por una callecita de Belgrano, cuando las ganas de ir al baño se hicieron insoportables. Ahí nomás había un boliche medio viejo, medio sucio, medio pobre, aunque con puerta de vidrio, donde nada era anaranjado, verde o rojo, que son los colores de moda en los bares. Así que entré, pensando que en un lugar así no me mirarían con cara rara.

Enseguida me inundó el olor a grasa. A las once y media de la mañana ya era un olor infeccioso. Lo menos que transmitía era la peste negra. Pero ya no podía elegir, estaba lanzado, mi vejiga había quemado las naves y sólo permitía seguir en una dirección.

En estos casos soy muy amable:

—Buenos días —dije—. ¿Puedo usar el baño?

Al otro lado del mostrador había un hombre al que nunca le compraría nada comestible. Tenía ojos desconfiados, y se protegía del mundo inclinado hacia adelante, con un codo apoyado en la madera y la mano contraria en la cintura. Llevaba sin dignidad una operación en el labio superior, donde la barba no crecía, al menos no tanto como en el resto de la cara. Había unos dientes por ahí, en algún sitio, y era mejor desviar la vista hacia otro lado.

El especialista en grasa me miró de arriba abajo, ladeó la cabeza con esa expresión justa que yo había tratado de evitar, y terminó sacando la mano de la cintura para hacer un gesto displicente hacia atrás. Al mismo tiempo dijo esta frase inolvidable:

—Por la escalera al infierno.

Miré hacia donde había señalado. Curiosamente, sólo había una escalera hacia arriba, y, al lado, un cartel que decía “Baños” y tenía una flecha que apuntaba en la misma dirección que la escalera.

—Gracias —dije, mientras me alejaba del codo, los dientes y la grasa.

Así que el infierno queda hacia arriba. Los escalones eran de madera, no estaban nada mal. Hasta crujían cuando pisaba. Tras una curva, en realidad un giro de ciento ochenta grados, quedó a la vista una terraza despejada, de baldosas rojas impecables, y más allá los edificios de enfrente, el rompecabezas de ventanas y balcones. Los baños estaban a la derecha.

La vejiga no me dejó satisfacer mi curiosidad con la terraza. Me hice a un lado para dejar pasar a un hombre que bajaba (cuya expresión debió indicarme algo sobre lo que estaba por venir, pero no soy tan bueno leyendo expresiones), y seguí adelante.

No había luz en el baño, excepto la que venía de la puerta entreabierta. Se vislumbraba el mingitorio, eso sí, lo suficiente como para no desistir de la tarea. Di un paso largo hacia la oscuridad. Splash. Ahí se me hundió la zapatilla en el infierno, que resultó ser acuático.

Hice lo que había que hacer, sin voluntad, por obligación. Bajé las escaleras. Agradecí otra vez a esos ojos que sospechaban de mi. Salí del bar. Seguí mi camino por esa calle, sin mirar atrás, convencido de que mi pie derecho iba dejando una hilera de huellas amarillentas.

El clima II

[15/5/2002]

Debo reconocer que me equivoqué con el clima. Está más fresco, agradable, no tan húmedo. Nublado y lindo, con algunos retazos de azul en lugares imprevistos. Hasta es posible que alguno de estos días empiece el otoño.

Escribir

[15/5/2002]

Escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir, escribir. Trabajar.

El clima

[15/5/2002]

El clima no podría estar peor. Ayer llovió inmensamente, de un modo horrible, a distintas horas del día, de tal manera que era imposible no pensar en inundaciones, evacuados, escuelas pobres, mantas, angustia (“chicos despiertos toda la noche”, dijo mi mujer tan inspiradamente). Y al mismo tiempo la temperatura llegó casi a los treinta grados. Estábamos todos húmedos en los sitios más molestos, más inconvenientes. Por momentos casi había sol, o mejor dicho esa simulación patética de nubes que produce a nuestros pies una sombra que no lo es del todo, sino más bien un aura apenas más oscura que el resto. Y luego vuelta atrás, más nubes, más lluvia, nuevos matices de gris oscuro en el cielo que ni siquiera tenían formas graciosas.

Hoy está un poco más fresco, lo bastante para salir con pulóver a la mañana temprano pero caerse de calor un par de horas después. Es otra trampa, ya sé. La temperatura va a seguir subiendo, como la humedad, vamos a sudar, se nos va a pegotear el pelo, vamos a sentir las medias encoladas a los pies. La gente nunca mira tanto hacia arriba como en días así.

Todavía se molestan en declarar alerta meteorológico. Podrían hacer al revés: avisar en unos años, o siglos, cuando el alerta ya no sea necesario.

Me levanto

[15/5/2002]

Me levanto a eso de las siete menos cuarto. Voy al baño. Me lavo la cara. Me pongo los lentes de contacto. Me cepillo los dientes. Voy a mi oficina, que es la habitación que está justo frente al baño. Con la única luz del monitor, veo la temperatura en Clarín, donde siempre anda mal. Luego veo la temperatura en La Nación, donde siempre anda bien. Vuelvo al dormitorio. Le digo buenos días a mi mujer, cuyo despertador suena a las siete menos diez. Mi mujer hace algún gesto vago e intenta responder sin mucho éxito. Le aviso qué temperatura hay. Le pregunto si va a desayunar café y tostada. Me dice que sí. Voy al living a abrir las cortinas. Como todavía es de noche, prendo la luz. Una de las cuatro lamparitas está quemada. Entro a la cocina. Tomo mis pastillas de la mañana. Hago el desayuno. Leche con Nesquik para Gabriel, un minuto de microondas, pero la saco unos segundos antes para que no se caliente tanto. Tortilla dietética de manzana con clara de huevo para mí, dos minutos de microondas. Tostada de pan integral para mi mujer, con la tostadora entre el tres y el cuatro porque va con otra tostada, que tal vez algún día Gabriel se decida a comer. Dos cafés grandes, instantáneos, con edulcorante. Saco la mermelada y la manteca de la heladera. Pongo dos servilletas de papel, porque Gabriel no usa. Voy al dormitorio de mi hijo a despertarlo. Le hablo, le acaricio la espalda. Levanto la persiana, aunque en esta época del año es todavía de noche. Me siento en el borde de su cama. “Hola, Gabriel, buen día. La leche está lista. Hay que levantarse para ir temprano a la escuela.” Mi hijo responde apenas. Luego un poco más. Luego otro poco más. Para entonces mi mujer ya está en el baño. Ayudo a Gabriel a ponerse de pie y a enfilar hacia la puerta. Tambaleándose, va al baño chico. Me siento en la mesa del living. Revuelvo otra vez la leche con Nesquik. Viene Gabriel, la toma de una vez, sin parar, y se acuesta en el sofá. Tomo un trago de mi café. Como unos bocados de mi tortillita de manzana. Viene mi mujer, nos saluda a los dos y se sienta frente a mí. Nada de esto es feo ni aburrido; más bien, resulta tranquilizador. Mi rutina favorita. A partir de ahí no siempre es igual, ya es posible que haya variantes.