Categoría: Diario

Banco

[7/5/2002]

Ya son dos las personas que, debiendo pagarme unos pocos pesos, tienen cuenta en el Scotiabank Quilmes y no pueden acceder a su dinero. ¿Qué hacemos ahora, que no sea violento, quejoso, suicida, tímido, inconducente, conformista, delirante, complicado, simplista, absurdo, pasatista, agresivo, tonto, utópico, egoísta o simplemente inútil?

[7/5/2012]

No sé, no me acuerdo qué pasaba con ese banco. Sé que no hicimos nada, claro.

Arco iris

[7/5/2002]

Rosa, blanco, amarillo, azul, turquesa, gris, negro. El nuevo arco iris está definido en la ropa que cuelga a secar, allá abajo, en una de las terrazas que veo desde mi ventana.

Ariel Dorfman y el Pato Donald

[6/5/2002]

Hoy es el cumpleaños de Ariel Dorfman, según Librusa. Todavía le tengo rencor a Ariel Dorfman, desde que allá por los ’70 publicó Para leer al Pato Donald, que recuerdo como una infamia atroz.

De chico, yo amaba al Pato Donald. Aprendí a leer con el Pato Donald antes de empezar la escuela. Leía cada historieta decenas de veces. Tengo todavía montañas de revistas del Pato Donald de fines de los ’50 y principios de los ’60, muchas de ellas encuadernadas. Es una parte de mí que no se puede separar sin cirugía mayor y provocando un dolor extremo.

Cuando llegué a cierta edad en que pude razonar más adultamente, a mi amor por el Pato Donald se sumó el conocimiento de su historia. Claro, no todo es rosado. Nada en el mundo es del todo rosado. Pero ahí estaba, en particular, Carl Barks y su creatividad maravillosa, generando quién sabe cómo todas las aventuras que yo sabía de memoria.

Nada puede modificar mis recuerdos de infancia, y el hecho incontrovertible de que el imperialismo no trató de lavarme el cerebro a través de ese querido personaje y su mal carácter. Al menos no especialmente. Trató de hacerlo de muchas otras maneras, notoriamente peores. Tuvo cierto éxito. Pero, oh qué curioso, no le tengo demasiada simpatía a Walt Disney ni a su empresa (ni, ya que estamos, a Bush o al FMI, pero para qué hacer la lista más larga), aunque sí a muchas de las creaciones que salieron de allí.

Feliz cumpleaños, señor Ariel Dorfman. Si es que la consciencia le permite disfrutarlo.

[6/5/2012]

Librusa: nones. El dominio lleva directamente a Yahoo, así que supongo que Yahoo compró la agencia Librusa y, como tantas otras cosas, la rompió.

En cuanto al libro, recién pasé un rato mirando fragmentos en la web. Fácil de encontrar. Publicado en 1972, es claramente un producto de época. Y suena de verdad ridículo.

Esto no tiene relación con lo que haya hecho Dorfman en los cuarenta años que pasaron desde la publicación del libro. La verdad es que no tengo una idea clara de lo que hizo, tanto fue (y sigue siendo) mi rechazo. Esto es irracional, lo entiendo y lo reconozco, pero no lo puedo evitar.

Palomas

[5/5/2002]

Se juntaban diez o doce palomas en el borde de la ventana. El borde estaba formado por unas cinco baldosas rojas, así que la ventana no tenía más de un metro de ancho. Las palomas aterrizaban ahí, se miraban de reojo, forcejeaban, se hacían caer unas a otras. En algún momento, una vieja abría la ventana y desparramaba unas pocas migas entre ellas. Ahí sí, la pelea se hacía feroz: picotazos, golpes de ala, empujones. Llegaba a haber una paloma encima de otra que estaba encima de otra. Y todo al borde de un precipicio de quince metros.

Supongo que la vieja miraba desde adentro. Sádica.

Esto era hace muchos años, cuando yo trabajaba en una oficina de la calle Uruguay, en el cuarto piso de un edificio muy viejo. Las palomas y su lucha, pero sobre todo las caídas al vacío, me fascinaban. Se desbarrancaban como piedras por uno o dos metros, y entonces el despliegue de alas y el aleteo violento conseguían elevarlas otra vez. Se quedaban dando un par de vueltas, hasta que un hueco en la ventana les permitía volver.

Las palomas tienen el poder de darme vértigo. Se desplazan de costado, con pasos torpes, por una cornisa imposible, mirándose unas a otras, ocupadas solamente en sus mezquinos asuntos de bichos estúpidos y violentos. Se caen, sí, se caen muchas veces, pero tienen el control del espacio, eso que tanto les envidio. Hasta deben ser capaces de volar dormidas.

Otra cosa que me da vértigo es la terraza del edificio donde vivo. Ahora que pienso en eso se me tensan los músculos de las piernas: isquiotibiales y gemelos, en particular, al borde del calambre. La terraza, justo arriba del piso dieciocho, tiene dos partes. Una está abierta a todos, rodeada por una pared de dos metros con aberturas por las que se puede ver la serie de torres que hay hasta el río. La otra parte está al otro lado de una puertita de reja con candado, y no tiene ninguna protección contra el vacío.

Fui una sola vez a la segunda parte, la prohibida. Me quedé junto a la puertita. Había hecho pasar al técnico de mis proveedores de Internet, que tenía que cambiar el módem inalámbrico instalado allá arriba. El módem está justo en el borde, y ahí se agachó el técnico, como una paloma. Abrió el gabinete, destornillador que va, destornillador que viene, sacó el aparato descompuesto y puso el nuevo. Mientras tanto, yo trataba de no mirarlo. Pero sí miré el desierto urbano, la ciudad infinita en dirección contraria al río, casi sin torres. Me alejé dos pasos de la puertita, giré un paso a la izquierda, uno a la derecha. Volví. El técnico seguía trabajando. Me imaginé una hilera de técnicos-paloma, cada uno con su módem descompuesto, mirándose con inquina; y cuando uno sobrepasaba apenas el espacio vital de otro venía el empujón, la resbalada, la mano crispada aferrándose al borde. Cerré los ojos, los volví a abrir, me concentré en las nubes que al menos ponían un techo al delirio. Cuando el técnico terminó y cerré la puerta detrás de nosotros, yo tenía demasiado aire en los pulmones.

Cómo me gustaría poder saltar, si no fuera por ese patético desplomarse de bolsa de papas, ese grito, el terror, y la cosa horrible allá en el piso entre los autos.

[5/5/2012]

Más tarde recibí un mail de Andrea Zablotsky, donde continúa el tema.

Ascensores automáticos

[3/5/2002]

En el edificio donde vivo hay dos ascensores automáticos. No es fácil describir cómo funcionan. Para empezar, sólo se puede llamar a uno por vez. Se enciende una lucecita roja, y a esperar: el otro ascensor me ignorará por completo hasta que el primero haya venido. Pero en caso de que la puerta del ascensor llamado esté abierta mucho tiempo en otro piso, la lucecita roja se apagará y entonces sí, estará permitido llamar al otro ascensor.

Ahora supongamos que acabo de llamar al ascensor de la izquierda. Estoy en el sexto piso. El ascensor, que está en la planta baja, empieza a subir. Pero si en el trayecto alguien lo llama desde más arriba, por ejemplo del piso 18, el ascensor seguirá su ruta sin parar en el sexto. La luz roja seguirá encendida, y el ascensor de la derecha me estará todavía vedado. En cambio, cuando el ascensor de la izquierda esté bajando (seguramente con cuatro personas, que es el máximo, a bordo), ahí sí se detendrá en mi piso. Y luego de que haya seguido felizmente su camino sin mí podré llamar al ascensor de la derecha.

También es posible que el ascensor de la izquierda se detenga en mi piso durante su camino ascendente, si nadie lo llamó de más arriba. En ese caso, tras entrar en él y pulsar el botón de la planta baja, quizás me lleve. Pero también sucede que mientras entro alguien lo llama de más arriba, y en ese caso no importa que yo pulse el botón de la planta baja antes de cerrar las puertas: el ascensor me llevará nomás al piso 18. Luego sí, va a bajar (no estoy seguro de si lo hará parando otra vez en el sexto: ocurrió, peró no recuerdo bien en qué contexto de botones, vecinos e impaciencias).

Cuando veo que el ascensor que he llamado (en este ejemplo, el la izquierda) está en uno de sus malos días, suelo bajar al quinto piso para llamar al otro (en este ejemplo, el de la derecha). Es normal entonces que, mientras bajo la escalera, el ascensor de la derecha abandone su descanso en la planta baja y empiece a subir quién sabe a dónde. Igual lo llamo, pero de acuerdo con las reglas que ya describí no corresponde que pare en el quinto: seguirá su rumbo hasta las nubes. En tanto, el ascensor de la izquierda irá bajando suavemente hasta depositarse en el sexto, donde sus ocupantes abrirán y cerrarán puertas y hablarán pestes de esos vecinos molestos que llaman a los ascensores y luego se arrepienten.

Cuando el ascensor de la derecha llega al quinto es invariable que venga totalmente ocupado, de manera que debo dejarlo pasar. Y ahí se me plantea un dilema (mejor dicho, un trilema, aunque creo que la palabra no existe): 1) ¿Llamo al ascensor de la izquierda? 2) ¿Insisto con el ascensor de la derecha? 3) ¿Termino de bajar por las escaleras?

Robar ascensores, es decir, abrir la puerta de uno cuando está pasando sin intenciones de detenerse, es inútil y bastante riesgoso. Son ascensores rápidos, que se detienen en dos pasos. Abrir la puerta también detendrá un ascensor, pero seguramente a medio metro del lugar correcto, de manera que la puerta interior será imposible de abrir. Y aún con el timing perfecto que se necesita para detenerlo en el sitio preciso, el ascensor luego seguirá su ruta implacablemente, de manera que es muy difícil ganar tiempo.

Es de notar que no hay nada en la programación de los ascensores que disuada al chistoso del piso 10, que antes de salir del ascensor pulsa todos los botones. Quién sabe si tendrá la paciencia suficiente para ver y oír los resultados de su brillante acción.

A mí, haga lo que haga, se me arruina el día.

Gritos

[1/5/2002]

Es tarde, de noche. Estoy medio dormido, o medio despierto, no lo sé. Mi mujer ronca suavemente. Entonces alguien se pone a gritar. Una mujer, en otro piso, o en el edificio de al lado. Gritos agudos, con palabras apenas formadas. Casi puedo distinguirlas, las palabras, pero no del todo, como un idioma que empiezo a aprender pero del que no entiendo lo suficiente. Me despierto del todo. Mi mujer sigue roncando, de manera que a veces casi logra tapar los gritos.

Es que la persona que grita, esa mujer, está lejos. Apenas puedo oírla. Pero percibo que está aterrada, más allá de algún límite, más allá de lo que puede tolerar. Tal vez encontró a un pariente muerto. Cómo quisiera entender lo que dice. Muevo la cabeza hacia un lado, tratando de mejorar la audición, sin resultados. Tal vez la están violando. Muevo la cabeza hacia el otro lado: el oído derecho parece mejor. Tal vez se está peleando con su marido. Me angustia, quiero que pare, que deje de gritar, pero también quiero que algún milagro acerque los gritos para poder descifrarlos. Tal vez le dieron una mala noticia por teléfono. Tal vez, tal vez, tal vez.

Entre grito y grito hay una pausa, como para respirar. Trato de acompasar mi respiración a la de los gritos, y para hacerlo me pongo boca arriba. Entonces hay una pausa más larga. Contengo el aliento. Pasa una moto allá afuera, tapando la mayor parte de otro grito, un grito que parece más débil. Sigo respirando lentamente, llenando los pulmones muy de a poco para no hacer ruido. Los ronquidos de mi mujer se alteran mientras su propietaria se da vuelta, luego retoman el ritmo. Esta pausa es larga, ya no es una pausa, tiene algo definitivo. Parece que la escena terminó. Espero un rato más antes de aflojar los músculos. Desencontrado con el sueño por un largo rato, daría cualquier cosa por saber qué estaba pasando.

[1/5/2012]

Después de esto, una amiga sugirió que los gritos, en vez de terror, podían ser de placer. Pero no. Tanto tiempo después es difícil que la memoria haya guardado los gritos con fidelidad, pero lo que sí recuerdo fue mi reacción a la sugerencia: esos gritos no eran de placer, de ninguna manera.

Funciona

[29/4/2002]

Mi computadora, de momento, funciona. La apagué durante media hora, el tiempo suficiente para que algo que estaba muy enojado se calmara un poco (o para que algo que se había recalentado se enfriara), y ahora hace dos horas que anda sin colgarse. Toco plástico (lo de tocar madera parece antiguo, y además plástico es casi todo lo que me rodea). Y trato de decidirme a encarar el trabajo, pese a todo.

[29/4/2012]

Esto fue continuación del post del día anterior en el que contaba que mi computadora se colgaba todo el tiempo.

Luces verdes que titilan

[29/4/2002]

Cada uno lleva en la cintura una luz verde que titila. Mientras la gente baila en la semioscuridad, con la música a todo volumen, las lucecitas verdes forman su propia danza, un tejido de movimientos entrecortados, cruces, giros, sí, no, sí, no, tal vez. Y con cada lucecita hay un celular que envía y recibe ondas invisibles, la posibilidad continua de una comunicación, algo que decir y algo que oír. O no: cada luz verde puede ser sólo el anuncio de sí misma, una entidad con la única función de decir “aquí estoy”, “aquí estoy”, “aquí estoy”. Una vez por segundo.

Todo está lleno de ondas, no sólo las celulares. Para empezar, la propia música, intensa, con esos bajos de DJ que intentan ponerle ritmo al corazón. Luego la mirada de los bailarines, un juego de fintas y contrafintas, un ejercicio de olas que se acercan a las playas de otros ojos y vuelven a alejarse, un mirar y ser mirado a veces tímido, a veces insolente, un juego de espejos invisibles. Siguen las ondas de la iluminación, lámparas que giran, colores primarios sobre la ropa también ondulante. Y más adentro, en lo profundo, donde ya no puedo percibir, hay ondas de radio, rayos cósmicos, otras danzas más veloces y complejas, otros modos de mirar y ser mirados por parte de cosas que ni pueden ver ni permiten ser vistas.

Y si hay un celular que suena, ¿cómo van a oírlo, en esta falta de espacio, en esta saturación? Está demasiado lleno de cosas que vibran. Sentado en un sillón, agarrándome el estómago, no alcanzo a hacer la suma completa. Necesito un poco de espacio, ahora mismo. Cerca de mí hay una ventana abierta, por la que de pronto entra una onda inversa a todo el resto: una ráfaga de aire fresco. Aire limpio. Aspiro hondo, dejando que una corriente de dilatación, otra onda pero ahora expansiva, recorra mi interior. No es que algo cambie en realidad, pero se reduce un poco el nivel de angustia.

[29/4/2012]

Me acuerdo bien de esa noche. Era un cumpleaños en casa de amigos, que habían contratado DJ, luces y todo, justamente, para que la fiesta fuera memorable. Lo que no puedo creer, de ninguna manera, es que ya hayan pasado diez años.

Ahora es raro pensar que todos los celulares tengan una luz verde que titila. Ya no es así. Pero era, diez años atrás.

Mi computadora se cuelga

[28/4/2002]

Mi computadora se cuelga todo el tiempo. Pensé que era un problema de software y me lancé a una reinstalación desde cero. Pero no, es de hardware. Así que ahora llegué a duras penas a reinstalar Windows 98, la conexión a Internet, el antivirus (con su correspondiente actualización vía Internet) y el programa de email. En ese orden, ¿no es notable?

Cada sesión entre colgaduras dura de cinco a veinte minutos. Mañana voy a llamar a un técnico, mientras sufro trabajando de a ratos. Es como estar bajo el agua, con una oportunidad de vez en cuando para subir a respirar. Qué porquería depender tanto de un aparato tan complejo y poco confiable.

[28/4/2012]

Lo notable del orden en que instalé el software era poner Internet tan al frente. Hasta poco antes, instalaba las herramientas de trabajo local: Office 95, Photoshop 4, PageMaker 6, CorelDraw 7, Visual Basic 5 (todos estos programas ya eran viejos, pero todos eran originales, comprados en negocios reales con vidrieras a la calle).

Además, Windows 98…

Con el tiempo, este post se convirtió en uno de los más comentados de la Mágica Web. Mucha gente lo tomó como un foro donde preguntar qué hacer cuándo se le colgaba la computadora. En algún caso, alguien se asomó para responder. Al momento de escribir esto hay 75 comentarios. No sé si vendrán más por acá. En el original de la Mágica Web los cerré.

Viaje al centro

[27/4/2002]

Estaba sentada frente a mí, con las piernas cruzadas. La pierna de arriba le daba patadas rítmicas al aire, como tratando de librarse de algo que iba y venía, iba y venía. Patadas enérgicas, un poco sorprendentes en alguien que por lo demás estaba en calma, miraba hacia ninguna parte y no tenía enemigos a la vista. En la punta de la patada había una mezcla de zapato y zapatilla, cuero negro con dos rayas blancas al costado, sin suela, con cordón. La parte de atrás, sobre el talón, era muy baja, así que a cada momento parecía que el zapato iba a salir despedido, y entonces iba a venir a parar más o menos a mis manos, juro que inocentes.

Tenía más de dieciocho años y probablemente menos de treinta y cinco, y ese tipo de labio superior que es grueso a los costados (pensar en Michelle Pfeiffer). Clavado en el lado izquierdo de la nariz llevaba una especie de botoncito plateado, del tipo que siempre me hace considerar si con algo así no se dificulta el sonarse los mocos. El pelo era apenas asimétrico: raya dos centímetros a la izquierda del centro, luego caída a dos aguas. Llevaba un pantalón negro barato, una campera verde de tela afelpada cara, una bolsa de tela azul y una bolsa de plástico rojo. En las manos, cruzadas sobre la bolsa de plástico, cinco anillos: cuatro plateados, uno negro. Un dedo de luto.

Estábamos en el subte, línea D, rumbo al centro. Los vagones eran raros, nuevos, nunca los había visto. Tuve la sensación nada desagradable de estar en otra ciudad. Me imaginé que de pronto la gente se ponía a hablar en otro idioma, y entonces la sensación decayó en algo un poco depresivo. Pero nadie hablaba. Eran las doce del mediodía, o mejor dicho un poco antes de las doce a la hora de las patadas, un poco después de las doce cuando la pateadora bajó en Facultad de Medicina o en Callao. Yo seguí hasta Tribunales.

(…)

Vi la tapa de Página/12 en un kiosco: “LAS DOS CLAVES DE LA VAGINA” Qué raro, pensé, medio distraído: había leído Página/12 más temprano, y recordaría un título así. Entonces lo vi de nuevo. No decía “LA VAGINA”. Decía “LAVAGNA”. Lavagna es el nuevo ministro de economía, lo anoto ahora por si en unos días lo llego a olvidar.

(…)

Los sábados al mediodía, sobre la avenida Corrientes, se puede comprar libros usados o de saldo, revistas, diarios. También se puede comprar golosinas, cigarrillos. Se puede ir a un bar, comer algo. Se puede mirar los grandes carteles de los teatros y, al menos en uno de ellos, sacar entradas. Una birome se puede comprar, también; yo compré una. Y nada más. El resto de los negocios está cerrado. Buscaba un anotador, o una libretita, porque tenía la urgencia de escribir un par de cosas: algo nuevo en mí, un paso más en este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás. Pero los sábados al mediodía, sobre Corrientes, está prohibido escribir; sólo se puede leer.

Con la nueva birome en el bolsillo fui al bar Ramos, donde me iba a encontrar con mi cliente. Mi cliente siempre llega tarde, de manera que ya me imaginaba escribiendo en las servilletas del bar mientras lo esperaba: desplegando una, apoyándola junto al café, escribiendo exactamente esto y esto otro (lo de la tapa de Página/12, por ejemplo; lo del dedo de luto). Así que fue una decepción verlo ahí: había llegado antes que yo. Me las arreglé para sonreír, saludarlo, sentarme, y de pronto ya había pasado el deseo de escribir. Me había puesto el sombrero de hombre de negocios.

(…)

Tengo trabajo: un montón de revistas de crucigramas, avanzando de a cuatro en fondo, a la velocidad tremenda que impone el calendario.

(…)

Después de la entrevista caminé de más, todavía buscando un anotador o una libretita para usar en el subte de vuelta. Así llegué por Corrientes hasta Libertad, y luego por Libertad hasta Lavalle. Durante los fines de semana esa entrada de la estación está cerrada. Tuve que seguir unos metros más y luego atravesar la plaza hacia Talcahuano. Eso me permitió ver algo que valía la pena:

Están arreglando algo en el techo del Palacio de Tribunales. A ambos lados de la entrada principal, sobre Talcahuano, donde las subidas y bajadas del edificio alcanzan su punto más alto, hay unos paneles métálicos que ocultan lo que se hace atrás. Por encima de los paneles del lado derecho, vistos desde la calle Libertad, asoman dos círculos idénticos a las orejas de Mickey Mouse.

(…)

Abajo, en el andén, todos los negocios estaban cerrados. Uno de ellos, de CTI Móvil, tenía un cartel pegado en el vidrio de la puerta: sobre una hoja blanca, en la tipografía torpe de quienes usan PC para sus carteles pero no se ocupan del diseño, decía “BIENVENIDOS”. Adentro, un par de estantes, unas cajas vacías, algo parecido a un calefón.

Cerca del extremo del andén, una mujer tenía una pila de libros escolares. Después iba a comprobar mi sospecha: que los vendía a un peso en el subte. Los había apoyado en un tacho de basura, y estaba pasando las páginas del de arriba. Es sorprendente esa relación diferente que tienen con la basura quienes seguro que la han recorrido en busca de algo aprovechable. El tacho era un sitio perfecto donde apoyar los libros; la suma de alturas del propio tacho más la pila de papel hacia que el libro de arriba quedase, en relación con los ojos de la mujer, como algo apoyado en un escritorio queda en relación con quien se sienta a leer. La mujer era bastante baja. A mí, la misma combinación me habría producido dolor de cintura, como lavar los platos.

El subte vino bastante lleno, pero así y todo conseguí sentarme. Había otra mujer enfrente, muy delgada, mayor de treinta y probablemente menor de cuarenta y cinco. Tenía las manos apretadas entre las piernas flacas, y los labios muy cerrados, muy tensos, tanto que los músculos de la mitad inferior de la cara formaban un bajorrelieve complicado. No sé si trataba de evitar la entrada de algo o la salida. Los ojos se movían con rapidez, de acá para allá, casi sacudiendo a su paso el flequillo disperso que llegaba a la mitad de la frente.

Yo venía pensando en los crucigramas, así que el viaje se hizo corto. Bajé en Juramento, saliendo hacia atrás para usar la escalera mecánica. Algunas cosas han cambiado en esa cuadra: los precios de los CDs grabables, por ejemplo, que están al doble; y Tower Records, que se convirtió en algo así como la embajada de Marte, un sitio donde ya no hay motivos para entrar y donde se habla de cosas que uno ya no entiende y en las que no tiene interés.

A la vuelta también hay cambios; Free World, el tenedor libre, puso en la vidriera otro de esos carteles de aficionado a la ink-jet, con una leyenda que me pregunto si tendría sentido en algún otro país del mundo: “EN REPUDIO AL FERIADO BANCARIO Y A LA POLÍTICA DEL GOBIERNO, 2 X 1.” Eso sí, hay que descartar cualquier connotación sangrienta del “2 X 1”, cualquier amenaza posible. Se refiere a la cantidad de personas que pueden comer pagando una sola tarifa.

[27/4/2012]

A esta altura, la Mágica Web ya no era como había empezado dos meses y medio antes. Ahora era “este relanzamiento como escritor que empecé un par de meses atrás”. De ahí en más: muy pocos links, mucha escritura.

Acababa de asumir Roberto Lavagna como ministro de economía. Era un desconocido, y con la situación de entonces no se me hubiera ocurrido pensar que duraría años en el puesto. La confusión al leer la tapa de Página/12 fue real, como todo lo que conté en este relato. Acá está el diario en cuestión.

La cosa de los crucigramas no prosperó.

Tower Records, por supuesto, cerró un tiempo después. También Free World.