Podía mirar y no ser visto, escuchar y no ser oído, imaginar que tocaba y no ser tocado.
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El interior de la construcción, por encima del cuarto piso, estaba plagado de trampas.
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Tardé en convencerlos de que era yo: en el puerto había al menos cinco pares de anteojos de color rosa pálido, la señal que debía identificarme.
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Luché contra la bolsa hasta rasgarla y salí para mirar mejor.
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Pasé Güemes sin atender las baldosas flojas que me salpicaban los pantalones, ni el 68 increíblemente veloz que se enhebraba entre los autos como un camello en una sucesión de agujas.