La sentencia estaba entre los pliegues de una servilleta de bar. El juez jugaba con un rompecabezas infantil, de los que venían tiempo atrás en los huevos de chocolate. Hacía calor. Afuera, una nube con forma de conejo venía desde el río: se veía por la ventana alta, más allá de los barrotes. Un hombre tosió. Los abogados se miraron de reojo. En la pared, junto a la puerta de entrada, alguien había escrito “pija”. Entre quienes estaban de pie, una mujer se balanceaba sin apuro, apoyándose en las puntas de los pies, en los talones, en las puntas, en los talones. Los que tenían miedo se distinguían de los que no por el color de la ropa. En el silencio de la sala se entrometió la alarma de un auto distante, que aullaba como si fuese lo único en el mundo que merecía atención.
Categoría: La última luz
Sí: tras todos estos años, con las idas y vueltas, los cambios y las permanencias, las dudas, los enredos, los retrocesos, las partidas imprevistas, las llegadas a destiempo, los desencuentros, los hallazgos, los abandonos, los temores, los fracasos, los pliegues y despliegues, los sueños, las mentiras, los susurros, las peleas, las risas, los lamentos, los libros sin leer, la música sin tocar, la tecla que falla, la ventana que cambia, el paraíso distante, la esperanza, los deseos, las acciones seguidas de reacciones inversas, los proyectos, las promesas, los procesos, las mañanas perdidas, las horas felices, las tardes dormidas, la luz continua, las noches, los días, el ruido constante de las construcciones y las demoliciones, lo que no funciona, lo que avanza en otra dirección, la gracia, la suela de los zapatos, el agua que corre, sigo estando adentro de mí.
Sumergidos en el pantano había tres perros muertos, once botas de montar, un tractor antiguo, seis televisores blanco y negro, un rastrillo, cuatro tomos de la Encyclopaedia Britannica, un par de anteojos para ver de lejos, un sofá de dos cuerpos, quince maletas vacías, una campana de bronce, nueve dedos arrancados de las manos, un reloj de péndulo, cinco sillas con asiento de mimbre, un violín sin cuerdas, veintitrés balas de cañón, un bastidor para hacer bordados, una muñeca de porcelana y catorce botellas de cerveza sin abrir.
A Wilbur Rochester le llevaría dieciséis años resolver el enigma.
Te lo mandé, no sé por qué no te llegó. Te lo dije, estoy seguro. Yo no sabía. Habrá sido con otra persona. A mí nadie me avisó. Ni idea. Yo no estaba. Atendí, pero no se oía nada. Te dejé un mensaje, no sé por qué no se grabó. Estuve engripado. En la lista no estaba. Ahora te toca a vos.
Momentos antes la canción empezaba de otra forma. El aire también huele distinto. Si hace frío es sólo afuera, donde la gente lleva paraguas porque ayer llovió tan fuerte. Ya es de noche, sobre todo para el que no puede dormir.
Todas las tomas incluyen a alguien que camina, a veces en primer plano (y la acción de caminar se intuye en el movimiento de la cabeza, en la frecuencia de la respiración, en la forma de enfocar de los ojos), a veces en la distancia, a veces entre personas inmóviles, a veces entre gente que corre. Todas las tomas incluyen una gota de sangre, tal vez filmada en el momento en que fluye de la herida (y entonces suele haber una zona brillante ahí donde la sangre refleja el cielo), tal vez en caída lenta por una pared lisa, tal vez fija en la punta del cuchillo. Todas las tomas transcurren de día (y entonces uno se interesa por la hora exacta, pero no hay manera de deducirla), en una ciudad oscura, bajo un cielo nublado, sin sombras, sin contraste. Todas las tomas duran cinco segundos (y entonces uno va aprendiendo a sincronizar la respiración con el cambio de imagen, de manera que el aire entra antes del corte, hay una pausa, y el aire sale después del corte), que se pueden corresponder con cinco segundos de tiempo real o no: a veces la acción está casi detenida, a veces el movimiento es veloz, a veces hay un cambio en mitad de la toma y el tiempo se acelera o se frena de repente, sin aviso, generalmente sin motivo. Todas las tomas están hechas en blanco y negro (y entonces tratamos de adivinar el color del sombrero, de los zapatos, de la bicicleta, comparando esos grises con los grises del semáforo, del cielo, del camión de bomberos). Todas las tomas incluyen algo fuera de foco (y entonces parpadeamos mucho, como si tuviéramos los ojos húmedos), que puede ser el fondo tras la persona que camina, o la persona ante el fondo de casas todas iguales, o el tronco de un árbol, o un auto que pasa. Todas las tomas están en negativo (y entonces uno ha debido verlo todo muchas veces para entender poco a poco lo que ocurre, lo que deja de ocurrir, lo que se muestra y lo que se esconde), de manera que hay elementos que no se identifican con facilidad. Todas las tomas fueron hechas el seis de abril de mil novecientos sesenta (y entonces uno está tentado de buscar información sobre esa fecha en la historia universal, en la historia del país, en la historia del barrio, en la historia personal, pero se resiste porque seguramente sería inútil). Todas las tomas tienen una mancha blanca con forma de delfín (y entonces uno discute consigo mismo, y con los demás, si es realmente esa forma, u otra) en la esquina inferior derecha, a veces más grande, a veces más pequeña, a veces notoria, a veces casi invisible.
Agrom se levanta de mal humor. Tal vez soñó algo malo, o pensó en algo malo mientras despertaba. Se pone las zapatillas y va al baño. El golpe llega cuando está por lavarse los dientes, en el momento en que se mira al espejo: es entonces cuando no tiene otro remedio que recordar.
La moneda pasa rodando de una baldosa a otra. Está nublado. Hace frío. Me sigo olvidando el nombre de algunas cosas.
Desde la cocina se oye una máquina, una sierra que atraviesa algo. Ya no es tan temprano. A todo esto, la mujer del frasco de café sonríe.
De adentro de mi cabeza viene una música antigua, sin nombre, gastada por el uso. Me gustaría verme en un espejo, ahora mismo, así como estoy, conocerme un poco mejor antes de seguir construyendo lo que acabará por ser el día.
Miranda se para frente al hombre de la caja, apoya el índice de la mano derecha en el mostrador y entrecierra los ojos. Está pensando cómo decirlo. El momento se extiende. El cajero inclina la cabeza a un lado, mientras transcurre un segundo de más. Alguien tose en la vereda, justo frente a la puerta abierta. Se oye un bocinazo. Un avión levanta vuelo allá en el aeropuerto. Hay que imaginar que todos los relojes de la ciudad se hacen visibles de pronto, como una constelación, que los millones de relojes brillan en la oscuridad y se mueven al compás de sus portadores, unidos por los hilos del tiempo, la telaraña mayor, el tejido de las transformaciones. Hay que entender el trabajo enorme que hay tras cada segundo, la acumulación de pequeños avances y retrocesos, dudas, cavilaciones. Hay que olvidarse de las imágenes fijas, del photo finish, del electrón como esfera suspendida en el espacio, mientras Miranda levanta el dedo, suelta una parte del aire que traía en los pulmones y se deja llevar como hace siempre.