Hay un camino de hormigas en el patio. Va desde un agujero de la pared, a la entrada del pasillo, hasta las plantas de atrás. Son unos diez metros. El camino es grueso y transitado. Nervioso, podría decir.
Estoy sentado a la sombra del tilo, y podría ignorar por completo esa actividad si no fuera que las hormigas se la pasan tocando bocina. Son unos pitidos muy agudos y muy tenues. Cada uno sería indistinguible de los ruidos suaves que me envuelven en esta mañana de sábado. Pero la suma es un chirrido estridente, de grillos enloquecidos, que perfora los tímpanos.
Hace unos minutos vinieron los vecinos a quejarse. Tengo que hacer algo, aunque no me guste, y por eso aprieto el teléfono celular en la mano, mientras me aclaro la garganta en busca del tono de voz adecuado para hablar con el Ministerio.