Categoría: Te veo el martes

En el centro de esa línea en espiral

En el centro de esa línea en espiral hay un punto anaranjado que no tiene explicación. Las huellas llevan a cualquier parte menos al culpable. Sabemos muy poco, cada vez menos, como si el punto anaranjado nos fuese absorbiendo los depósitos de memoria.

Alguien pulsa un botón, pero no hay respuesta. Quién nos dice que el botón esté conectado a algo. Puede ser una trampa, pero si es así ya caímos.

Nos movemos lentamente, buscando los puntos de menor resistencia, tratando de aparentar que estamos todos de acuerdo. Clara sonríe, pero nadie le hace preguntas.

Todo se va poniendo amarillo

Todo se va poniendo amarillo. Es una plaga, una catástrofe, un desafío a las leyes de la física.

El olor de las uvas se pone amarillo. Alguna gente empieza a preocuparse.

Sale en los diarios: “El tacto de la seda se puso amarillo.”

Sale en la televisión: “El sonido de las bocinas se puso amarillo.”

Hay quienes corren en busca de refugio, pero no tienen dónde ocultarse porque sus propias percepciones los persiguen.

El policía

El policía, de pie en la vereda, toca silbato cada vez que alguien estaciona donde está prohibido. Mucho más arriba, en el balcón del sexto piso, Di Biase saca un pelo de gato de la pierna izquierda del pantalón y lo arroja en dirección al policía. El pelo se va hacia cualquier otro lado, llevado por las corrientes de aire, pero a Di Biase no le importa porque su venganza es simbólica. ¿Qué probabilidades hay de que ese pelo, dentro de diez minutos o seis días o cuatro meses, acabe justo en la gorra del policía? El policía, de todos modos, estornuda. Como si presintiera algo.

La piedra de los acantilados

La piedra de los acantilados es casi negra, igual que el agua del mar, igual que las nubes de tormenta que pasan más arriba. Pero el paisaje está decorado con manchas de color: las puntas irisadas de las olas con petróleo, los restos color ladrillo de la casa del guardaparque que cuelgan en lo alto, la luz intermitente de un avión que vuela bajo.

La alegría y la pena están separadas por una línea curva.

El libro cerrado

El libro cerrado está sobre la cama. No vale la pena contar las luces porque hay una sola. Pero las sombras, ah, las sombras.

El ruido del cañón distante hace vibrar la tapa. O tal vez no sea culpa del papel sino de la mano que se apoya y tiembla. Detrás hay un haz de músculos tensos.

—Te veo el martes —dice la voz que se va.

Sí, pero ¿cuánto falta? Todo sería más fácil si supieras qué día es hoy.

Está pegando un papel en la puerta

Está pegando un papel en la puerta, con dos tramos de cinta adhesiva. Pone uno en la esquina superior izquierda, y el otro en la esquina superior derecha. El papel queda un poco torcido. Trata de despegar el tramo de la derecha, pero con él empieza a salir la capa de pintura blanca que recubre la puerta. Abajo hay una capa de pintura verde, que hasta ahora le resultaba desconocida.

Corta otro tramo de cinta y la pega sobre el verde. Luego la arranca, y ve que abajo hay una capa de pintura roja. Podría seguir del mismo modo y llegar al fondo de la verdad, pero tendría que ir a comprar más cinta adhesiva.

Va a tirar el rollo vacío a la basura y regresa al papel, que dice: “Esta puerta es mía.” Saca una birome del bolsillo y empieza a corregir el texto para que diga: “Esta puerta, con todas sus capas de pintura, es mía.” Debido a la posición, la birome deja de escribir justo antes de la a de “pintura”. Queda así: “Esta puerta, con todas sus capas de pintur”, y más abajo, “es mía”.

No importa. A quién se le va a ocurrir disputársela. Así como van las cosas, bien podría ser el último hombre sobre la Tierra.

A bordo del Barma Farma

A bordo del Barma Farma, en algún lugar del Océano Índico

Nick se mordió el lado derecho del bigote. Bajo sus pies, la cubierta se alzó lentamente y luego volvió a bajar. El mareo crecía con lentitud pero con firmeza. En unos minutos más llegaría al nivel máximo, y lo obligaría a inclinarse sobre la borda para vomitar otro poco de espuma,, indistinguible de la maravillosa espuma que adornaba las olas.

La música que llegaba del salón de fiestas era cada vez más insoportable. Trompetas dulces como caramelo, violines llorosos como chocolate, una cantante tierna como crema recién batida. Nick sintió que el estómago daba otra media vuelta, y a la vez percibió la mirada obtusa del capitán, borracho perdido durante dos décadas enteras, que lo contemplaba desde la claridad relativa de una escotilla a medio abrir.

—Mañana —dijo el capitán, estirando las vocales.

—¿Mañana? —preguntó Nick con un hilo de voz.

El capitán no respondió. Dio un paso atrás, y allá fue a reunirse con los violines y otro vaso de vodka.

Por encima de todos ellos, el sol iniciaba la última de sus tormentas.

—No, eso no

—No, eso no —dijo Carla, y puso los ojos en blanco.

El operador aumentó el volumen de las risas enlatadas. Los ojos en blanco de Carla eran el punto más alto del programa. Los ponía en blanco cada día, desde 1984. El rating no dejaba de aumentar. La grabación de las risas enlatadas era la misma desde 1991, año en que habían reemplazado al productor general.

Francis empuñó el control remoto y cambió de canal. Pero los ojos en blanco lo perseguían. En todos los canales creía ver lo mismo. Levantó los pies y los usó para tapar una parte de la pantalla. El sonido de las risas enlatadas se hizo más suave, hasta mezclarse con las olas de un mar que lentamente fue inundando la ciudad hasta ahogar a todos los habitantes.

Los gases se expandieron

Los gases se expandieron hasta ocupar todo el espacio disponible. Los líquidos adoptaron la forma de sus recipientes. Los sólidos, en cambio, conservaron sus formas. En la clase de física, esta vez, todo anduvo de acuerdo con lo esperado.

Loriander Padla

Loriander Padla atravesó la habitación con tres pasos largos y abrió la ventana para que entraran los cuervos. El ruido de las alas fue un concierto de música étnica. El movimiento, un mar de cenizas levantado por el viento. Ojos, picos, garras: todo afilado.

El espejo giratorio se dio vuelta para enfrentar el espejo de la pared. La mirada de ambos se cruzó y así construyeron un pasillo infinito en el que los cuervos se metieron a buscar su propio reino.

Durante las horas siguientes, las luces se encendieron poco a poco. Alguien se asomó al borde del abismo y volvió para explicarlo a los demás. La nube roja avanzó con más rapidez que las otras, mientras el sol se quedaba en la cima de las torres. Nunca más volvió el invierno.