Mes: mayo 2002

Cinco microcuentos

[21/5/2002]

La radiación les llegaba hasta el cuello, y seguía subiendo.

*

La mosca, herida, volaba dejando una estela de humo negro.

*

Tras haberse hundido con su barco, el capitán aún se preguntaba si había sido una buena decisión.

*

El sol caía en vertical sobre el paisaje, destrozándolo.

*

Llegó a la panadería antes de hora, sólo para comprobar que el panadero tenía los labios llenos de polvo blanco.

[21/5/2012]

El tercer microcuento entró en El hilo, libro álbum que hicimos Claudia Degliuomini y yo, y que publicó Del Eclipse en 2011. Estas son las páginas correspondientes (click para verlas más grandes):

Hace pocos días aparecieron aquí, en MW+X, otros dos microcuentos de El hilo, y sus páginas en el libro.

Tuteo

[20/5/2002]

La recepcionista de la clínica tenía el hábito de tutear a todos, por teléfono o en persona, conocidos o desconocidos, sin distinción de edad, género o enfermedad. A todos, todos, todos. Excepto a mí.

Detalles del spam de hoy

[20/5/2002]

Detalles exquisitos del spam de hoy (todo rigurosamente sic):

“Oportunidad unica de seguir a distancia dsde Argentina y aun precio muy asequible. Un Curso diplomado de MOTIVACION Y COACH.N.A.C”

“Base de datos con 16322115 DE CHEQUES RECHAZADOS Adquiera mi exclusiva base de datos e incorpórela a su sistema o utilice un programa especialmente diseñado para buscar en esta base de datos. Cualquiera sea su actividad tiene que cruzar estos datos con su base de datos, hable con su programador, nuestros datos están totalmente abiertos para que los utilice como desee.”

“GRATIS damos de alta a su sitio web en mas de 200 buscadores hispanos y en 20 directorios de enlace. Para mayor información Y COLOQUE EN EL ASUNTO (o SUBJET) del mail la frase “QUIERO MAS INFORMACION”. NO USE EL BOTON “responder a” de este mail. Si no sigue estas SENCILLAS instrucciones el robot no reconocerá su pedido y NO LE CONTESTARA.”

“Hace unos minutos visité tu página a traves del buscador Ubbi y tengo una propuesta para hacerte. Hay una empresa acá en argentina que te dá un banner para poner en tu sitio (muy pequeño, de 2 cm X 3cm) y paga $ 5 pesos por cada visitante tuyo que entre a traves de ésos banners y se registre gratis (ademas de pagarte el 20% de comisiones que éstos visitantes generen).”

“5 dias y 4 noches de hotel en orlando, Florida con acomodacion de hotel en suites hasta para 5 personas, desayunos gratis y transportes desde y hasta los parques de atracciones, cena gratis para 4 personas y show de gladiadores en famoso restaurante.”

(No miré la hora. “Hoy” ya no es hoy, sino ayer domingo. Pero el spam sigue siendo spam, y todo lo anterior es apenas una selección de lo que recibí en castellano en un solo día de fin de semana. En inglés viene mucho más. Y hasta en portugués, francés, italiano…)

Virrey Vértiz

[19/5/2002]

Virrey Vértiz. Virrey Vértiz. Virrey Vértiz. Nunca consigo recordar el nombre de esa avenida. Uno tiende a llamarla Libertador, pero no, no es Libertador: Libertador está, a esa altura, al otro lado de las vías. Esa avenida se llama Virrey Vértiz.

Hace unos meses tenía que ir a Virrey Vértiz y José Hernández. Subí a un taxi y dije:

—A Libertador y José Hernández.

El taxista tomó por La Pampa, y estaba por cruzar las vías cuando me dí cuenta del error, justo a tiempo.

Hoy tuve que ir otra vez al mismo sitio. Recordando el mal antecedente, pero incapaz de pensar en el nombre de esa avenida, dije:

—Voy a Sucre y la avenida ésa que está entre las barrancas y las vías, que nunca me acuerdo como se llama.

—Yo tampoco —confesó el taxista—. La llamo Libertador, pero no es.

Conformes ambos con nuestro pensamiento homogéneo, seguimos viaje sin otros inconvenientes. Hasta que en la desolada esquina de Sucre y Virrey Vértiz (desolada en una mañana otoñal de domingo, sin gente en la plaza, con poca luz en la atmósfera, un poco fría), el taxista empezó a frenar. ¡Error!, anunciaron mis alarmas internas. ¡Otra vez error!

—Perdón, me confundí —dije—. No es acá donde voy. Es más adelante.

Para entonces estaba perdido: iba a una esquina de la que no sabía el nombre de ninguna calle. Aunque ahora sí, ahora había visto el cartel “Virrey Vértiz”. Pensé que convenía aclarar las cosas:

—Voy a una clínica que está media cuadra a la derecha.

—Ah, sí —dijo el taxista—. En José Hernández.

—Eso, claro, José Hernández.

¿Cómo había podido olvidarme? Allá fuimos, y allá por suerte llegué, y allá me diagnosticaron que no era una reacción alérgica sino una “varicela zoster”, que podemos contraer de adultos quienes tuvimos varicela de niños, y que podía doler y picar y que mejor era comprar unas pastillas específicas, aunque fueran caras.

A la farmacia, entonces, y sí que eran caras las pastillas. Y sí que duele y pica, a la vez. Es como quemaduras, no tan graves, pero la ropa no se soporta, las sábanas no se soportan, tengo un poco de fiebre, y espero que esto se acabe pronto.

Virrey Vértiz.

*

Escribo para entretenerme mientras me viene el sueño suficiente como para vencer a la varicela zoster. En tanto, se me ocurrió mirar la guía Filcar. Tengo la edición 1987, y cambiaron muchas cosas en la ciudad desde entonces. Pero casi todo, a pesar de estos terribles años, sigue en el mismo sitio.

Compruebo Virrey Vértiz, compruebo Libertador, compruebo José Hernández. Y empiezo a notar algo que nunca había visto: la curiosa distribución de acentos en esta guía. Estoy en la página 79. Primero pienso que sólo tienen acentos las íes, en estos nombres de calles escritos con mayúsculas: ECHEVERRÍA, ZAVALÍA. Y que en cambio las otras letras no los merecen: OLAZABAL, VIRREY VERTIZ, DR. ROMULO S. NAON. Pero la regla se hunde enseguida: ahí están JOSE HERNÁNDEZ (¿por qué la E de José no tiene el acento, pero la A de Hernández sí?), CAP. GRAL. RAMÓN FREIRE, el tan discutible caso de AV. CRÁMER… Y caramba, hay una excepción en sentido inverso, SUPERI, una I que debería tener el acento y sin embargo… Y aquí está NUÑEZ, y allá CRISOLOGO LARRALDE, y aquí IBERÁ, y allá ROQUE PEREZ, y ya no entiendo nada. ¿Alguien revisó esto antes de mandarlo a imprimir? ¿Lo habrán arreglado en ediciones posteriores?

Virrey Vértiz. Virrey Vértiz.

[19/5/2012]

No se acabó pronto. La varicela zoster, o herpes zoster, se lleva su tiempo. Por suerte, solo se puede tener una vez.

Acá abajo, el primer comentario es un espléndido chiste de Michel.

“Creo que los dioses aprueban la no acción”

[19/5/2002]

Hace un par de semanas escribí una compleja lista de preguntas que, entre otras sentidos posibles, apuntaban a “¿Qué hago con las cosas pendientes?”

Luisa Axpe respondió con una receta positiva, que también está por allá abajo, y empezaba así: “Hace ya un tiempo descubrí, no sin ayuda, que a mí me dan más trabajo las cosas que no hago que las que hago.”

Ahora, Jorge Varlotta le responde a Luisa:

Mi experiencia es totalmente opuesta a la de Luisa. Mi sistema consiste en hacer una lista, y dejarla por ahí. Cuando vuelvo a mirarla después de un tiempo, veo que muchísimas cosas, la mayoria, no tenían la importancia que yo les atribuí en el momento, o se habían resuelto solas, por simple devenir cósmico. Y después están las cosas que hago sin necesidad de mirar la lista. De un modo u otro, todos los ítems terminan tachados.

Cuando me vuelvo obsesivo en mi afán de cumplir con las tareas apuntadas, a menudo debo reconocer que los resultados no son los que esperaba. Caso del oculista. A fines de diciembre me regalaron 90 títulos de El Séptimo Círculo, casi todos con letra chica. Había como 70 que no conocía. Empecé a leer a un ritmo aproximado de uno por día, y a fines de enero tenía los ojos a la miseria. El oculista me dio hora para un mes después, y arrastré un largo sufrimiento. Finalmente llegó el día, el tipo me recetó los nuevos anteojos, pero no tenía plata para mandarlos a hacer. Mientras tanto, las novelas se terminaron, y además empezó el otoño. El cambio de temperatura y el relativo descanso (no dejé de leer, pero la letra ya era más grande) le quitaron toda urgencia al asunto; los ojos volvieron a su estado anterior a enero. Todavía tengo ahí las recetas, en espera de una nueva crisis.

Lo que Luisa no tiene en cuenta, me parece, es que un exceso de actividad genera listas de tareas demasiado nutridas. Cuando resolvés algo, ese algo resuelto crea nuevas tareas. Son muchísimas más las veces que me arrepiento de haber hecho, que de no haber hecho algo. Creo que los dioses aprueban la no acción.

[19/5/2012]

Antes:

Abajo se ve un comentario con el que Luisa, a su vez, le respondió a Jorge.

Cinco microcuentos

[19/5/2002]

Esa mañana el árbol estaba junto al lado izquierdo de la puerta.

*

Salió el sol, y ya no lo dejaron entrar.

*

Estos pájaros migran hacia el oeste, huyendo de la noche.

*

Cerró la puerta con llave y se tiró por la ventana.

*

Debía soñar con mariposas o estaba perdido.

[19/5/2012]

Nueve años después, el segundo y el tercero de estos microcuentos encontraron lugar en El hilo, libro álbum que hicimos Claudia Degliuomini y yo, y que publicó Del Eclipse en 2011. Estas son las páginas correspondientes (click para verlas más grandes):

Karma

[18/5/2002]

Pisé la cucaracha en mitad del pasillo y saqué el pie rápido, con asco. Iba a buscar algo para limpiar el piso cuando noté que del cuerpo del bicho salía un hilito de humo, como el de una vela que se apaga. El hilito, de un blanco lechoso, subió con lentitud, y tardé unos segundos en notar que llevaba en su tope una especie de escama, o pétalo, o ceniza, del mismo color. Cuando llegó a la altura de mis ojos, la ceniza se detuvo y el humo formó un halo a su alrededor. Una voz de ninguna parte, que tal vez estuviera dentro de mí, dijo:

—Gracias, amigo, por salvarme de este karma miserable.

Sacudí la mano contra el humo, y luego varias veces más, hasta que se disipó. Entonces recordé que era mejor sacarme el zapato, para no ensuciar el piso en otros sitios cuando caminara. También tenía que comer algo.

El viajero del tiempo – Capítulo 3

[18/5/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro
Hoy: La ciudad inestable

Los edificios eran azules, dorados, plateados. Tenían doscientos pisos, hileras de ventanas con arcos y balcones. Y más arriba surgían torres, cúpulas, agujas de acero en vertical, desafiando la capacidad del cuello para doblarse hacia atrás. Entre los edificios, a distintos niveles, pasaban aceras elevadas, calles curvas, puentes de metal. En las aceras, hombres y mujeres de ropas brillantes se dejaban llevar con maletines en las manos. En las calles, burbujas con ruedas se movían rápidamente, en fila india, cambiando de dirección a cada instante. Por encima de todo, un cielo azul y un sol radiante derramaban su dicha sobre nosotros.

El hombre del traje metálico, mi guía, me hizo señas para que lo siguiera hasta el borde de una pequeña terraza en la que estábamos parados. La terraza parecía bastante elevada y no tenía protección visible contra las caídas. Un poco alarmado, dudé en ir hacia él. El hombre sonrió, y sin previo aviso saltó en dirección al vacío.

Algo lo detuvo. Algo invisible, mullido, impenetrable le impidió caer. El hombre del traje metálico pareció absorbido por un gran trozo de goma transparente, que amortiguó el salto y luego lo devolvió a la terraza.

—¿Ve? —me dijo—. Hemos pensado en todo.

Un poco más tranquilo, me aproximé y miré hacia abajo. El vértigo me hizo retroceder un paso, pero luego aspiré hondo y regresé hasta el mismo borde.

Allá abajo había más aceras, más terrazas, más burbujas rodantes de brillos coloridos y movimientos en zigzag. Un kilómetro de altura, dos kilómetros.

—Debe ser la ciudad más alta del mundo —dije, sorprendido.

El hombre del traje metálico rio con franqueza.

—¿Del mundo? —preguntó—. Creo que tendrá más sorpresas aún.

Sin entender a qué podría referirse, lo seguí otra vez, ahora en dirección a un elevador que se veía en el otro extremo de la terraza. Era un cilindro vertical transparente, adosado a la pared de un edificio azulado. Dentro del cilindro había una plataforma que se movía rápidamente hacia arriba o hacia abajo, con un grupo de gente.

En eso estábamos, andando hacia el elevador, cuando de pronto el suelo cedió bajo mis pies. No, no era exactamente eso: era yo, que me había hecho más liviano. El siguiente paso duró una eternidad. Tardé segundos en regresar el piso. Era como estar en la Luna. Y no sólo me ocurría a mí: el hombre del traje metálico, los ocupantes del elevador, la gente de las aceras elevadas, todos parecían sorprendidos por este efecto.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

El hombre del traje metálico alzó una mano como pidiendo silencio. En el mismo momento, una explosión apagada, a la distancia, recorrió el aire. Hubo algunos gritos. La gente del elevador descendió y continuó su camino a pie. Miraban hacia lo alto, como esperando algo.

El hombre del traje metálico, muy serio, pulsó unos botones de su reloj pulsera y se lo llevó a los oídos. Escuchó algo, con mucha atención, y luego se dirigió a mí.

—Parece que las sorpresas que le anuncié llegarán antes de lo esperado —me dijo—. ¡Tenemos una emergencia!

No hubo más palabras. Me indicó que lo siguiera sin preguntar, y corrimos hacia un segundo elevador que, oculto tras un pliegue de la pared, estaba vacío. Nos llevó hacia abajo, rápidamente, sin detenciones intermedias. Muy abajo, durante un minuto o más. En el camino hubo otros momentos de inestabilidad, en que nuestro peso se aligeraba o aumentaba. Explosiones en sordina acompañaban esos momentos. Al fin, allí, en las profundidades, salimos a un gigantesco hangar, lleno de cohetes espaciales.

El hombre del traje metálico no me dio tiempo para mirar alrededor. Corriendo, nos dirigimos a uno de los cohetes. Había otros hombres que corrían, soldados. Mi guía se sentó frente a la consola de mandos, pulsó botones, movió palancas. Yo me senté junto a él, frente a un ventanal que nos mostraba el exterior. El cohete avanzó hacia una abertura, más allá de la cual se veían… ¡las estrellas!

Sentado junto al hombre del traje metálico, con la boca abierta por el asombro, no me atreví a hacer preguntas. El cohete salió disparado por esa abertura, volando horizontalmente, hacia el espacio negro y profundo, en una trayectoria curva que poco a poco me permitió ver dónde había estado realmente hasta ese momento.

La ciudad estaba dentro de una cúpula transparente, un globo inmenso, suspendida en el vacío. Era una estación espacial. Como un juguete colgado de hilos en una vidriera oscura y tachonada de estrellas. Allí adentro, en miniatura por la distancia, podía ver los edificios y unas cintas muy angostas que eran calles y aceras. En la parte superior de la cúpula, una luz enceguecedora simulaba ser el sol. Por debajo de los edificios, una gigantesca plataforma metálica que hacía de base y sostén para el conjunto mostraba varias aberturas, por una de las cuales sin duda había salido nuestro cohete. Otros cohetes, decenas, cientos, estaban surcando ahora el espacio a nuestro alrededor, adoptando formaciones de batalla.

Algo era evidente: íbamos a luchar.

Haciendo una pausa en su manejo frenético de los controles, el hombre del traje metálico señaló hacia el lado derecho del ventanal.

—Allá están —dijo—. ¡Es un ataque!

Miré donde me indicaba. Un conjunto de vehículos espaciales formaba un amplio arco a lo lejos. Eran todos negros, y si podía distinguirlos del fondo estelar se debía a las luces que intermitentemente dibujaban sus contornos. Los había de todas las formas: globulares, en estrella, como cigarros, cilíndricos, parecidos a tetraedros… Una palabra tomó forma en mi pensamiento: alienígenas.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Quiénes son?

El hombre del traje metálico tensó la cara. El odio le estaba cambiando los rasgos. Respondió con voz dura.

—Los Otros.

(Continuará.)

[18/5/2012]

Este es el último de los supuestos capítulos de una novela “retrofuturista” que no existe. Los dos anteriores:

Aunque no escribí esa novela, y nunca pensé en escribirla, usé el título para otra novela, también “retrofuturista”, que sí escribí, y que acaba de publicar el Grupo Editorial Norma: El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.

Lo que decía Gabriel

[17/5/2002]

Hoy encontré una pequeña libreta Norte que estuvo perdida durante un año. La usábamos para anotar las cosas más graciosas que decía nuestro hijo Gabriel.

Empieza en agosto del ’98, cuando Gabriel tenía dos años y ocho meses (“Hay que decir palabras lindas: tostada, banana… No palabras feas”).

Termina, por ahora, en marzo de 2001, cuando Gabriel tenía cinco años y tres meses (“Anteayer hoy fue pasado mañana”).

Ya pasé todo el contenido a un archivo de texto en mi computadora. También hice un backup.

Entre las 65 anotaciones hay muchas que son memorables, la mayoría por motivos personales, incomprensibles fuera de la vida familiar. Tres de las anotaciones son sucesivos y verdaderos Proyectos de Vida:

  • “Cuando sea grande voy a tocar todo, voy a tener el pelo negro como mamá, voy a hacer eso con los chicles, voy a tener los pies grandes, voy a poder hacer upa. Voy a ser electricista también.” (23/9/98)
  • “Cuando tenga tres años me van a crecer alitas.” (18/11/98)
  • “¿Saben qué quiero ser cuando sea grande? Quiero ser nene.” (20/5/2000)
[17/5/2012]

“En la llorería venden lágrimas.” (2/5/99)

No sé dónde está la libreta. Por suerte conservo el archivo.

El pescador

[17/5/2002]

Cada mañana, bien temprano, el pescador sale de su casa y recorre los trescientos metros de desierto que lo separan del abismo. Lleva bajo el brazo el rollo de cordel. Se sienta en el sitio exacto de la pesca, entre una roca gris y otra roca gris, sobre una roca amarillenta, y se ata un extremo del cordel a la muñeca izquierda. Saca del bolsillo una bolsita pequeña y casi vacía, cuyo contenido jamás le ha mostrado a nadie, la anuda con cuidado al otro extremo del cordel, y lanza el rollo hacia las profundidades de manera que se vaya deshaciendo. Si la bolsita llega al fondo no lo sabe: asomarse por el borde no significa ver el fondo, hay obstáculos en el medio, hay ángulos y declives que esconden lo que ocurre allá abajo.

El abismo es estrecho. En la superficie, a la altura donde se sienta el pescador, no mide más de diez o doce metros de ancho. Es más bien una grieta, larga y angosta. Se extiende por kilómetros hacia la derecha y hacia la izquierda. Pero este es el único punto donde hay pesca.

A veces, el pescador espera casi todo el día. A veces, cinco minutos. Hay un tirón suave, una señal que tal vez otros pasarían por alto. En cuanto la siente, el pescador empieza a tirar del hilo. Si la pesca es liviana, puede llevar diez minutos recuperarla. Si es pesada, hasta una hora y media. Hay que tirar con cuidado, para evitar los balanceos allá abajo: en otras épocas, con menos experiencia, algunas cosas se habían roto al chocar contra las paredes del abismo.

El pescador no tiene manera de saber qué pescará hoy, o mañana, o pasado. Siempre hay algo. Muchas veces, útil. Si no puede usarlo, vestirlo, comerlo, encenderlo, jugar con él, criarlo, ponerlo en una pared, leerlo, oírlo, nada, entonces lo lleva al pueblo y lo vende en algún negocio.

Cuando la pesca es rápida, el pescador aprovecha el día para dormir. Así puede salir de noche en su camioneta vieja, rumbo a un sitio al que nadie ha conseguido seguirlo. Lo que hace durante esas noches es otro misterio. Vuelve al amanecer, con un fardo oscuro y pesado en la caja de la camioneta, que se apura a meter en el sótano de la casa. Un rato más tarde va a pescar, como todos los días.

Nadie más ha logrado extraer algo del abismo. En ninguno de los puntos de la grieta. Ni siquiera desde la roca amarillenta del pescador, en las raras ocasiones en que el hombre ha faltado a la cita por extrema enfermedad. Gente que ni siquiera sabe del pescador, científicos, han recorrido el fondo de la grieta y la han fotografiado, cartografiado, descripto hasta el cansancio. Ahí sólo hay piedras, es lo que dicen sus montañas de documentación. Tampoco los periodistas han aprendido mucho. Ni los sacerdotes, o los psicólogos.

El pescador sonríe porque jamás contará su secreto. Sólo él sabe que lo importante no es el sitio, ni la actitud, ni la fe. Es la carnada.