La mujer de Salvador caminó por el pasto cubierto de rocío.
El cuero blando de las sandalias chupó el agua fresca, y se le mojaron los pies. “No me importa” pensó, “igual hace calor”.
Con dos broches en la boca y otros dos en la mano, iba tendiendo la ropa recién lavada. A su alrededor, varias gallinas se pasearon entre curiosas y preca-vidas; alguna se le enredó entre las piernas, pero ella no hizo nada. Sólo pensó que a los pañales no les vendría mal una buena hervida, pero que para eso hacía falta más agua.
Delfina Cardoso pensaba mucho en todas esas cosas; los otros chicos nunca se le habían paspado, les lavaba la cola todas las veces que los cambiaba, y cuando hacía demasiado calor los dejaba así nomás, al aire libre, que disfrutaran.
Las gallinas salieron corriendo espantadas, y Delfina se dio vuelta para retar al Roberto, que siempre las andaba asustando. Pero el Roberto no estaba por allí. Sólo ella y la soga repleta de siluetas descarnadas, olorosas a jabón barato y a lavandina. La cuestión es que las aves se habían asustado, y no de ella. Las miró picotear la tierra con aire de distraídas, y no vio a nadie más.
Entonces miró por sobre el hombro, y esta vez fue ella la que tuvo que correr, huyendo del ánima en pena que acababa de descubrir, a esas horas y con sol.