Shepard alzó la maleta y empezó a andar hacia la nave espacial que lo esperaba. A un lado, dos robots guardianes lo observaban impasibles. Al otro, la pared de vidrio se interponía entre él y una ciudad en la que solo quedaban seres de metal.
Los robots habían tomado el gobierno de Wallis End, el planeta de Shepard, y habían ido deportando a los humanos. Shepard y unos pocos más, distribuidos en distintos puntos del planeta, eran los últimos. Y debían irse de inmediato.
Mientras avanzaba hacia la nave espacial, Shepard repasó sus opciones. Podía acatar la orden sin resistencia, como había hecho la mayoría. Podía negarse y pretender volver a su casa, para que los robots lo mataran a sangre fría. Podía atacar a los robots guardianes, con la esperanza de al menos dañarlos antes de caer vencido ante su fuerza superior.
Nada le pareció satisfactorio.
De pronto hubo una explosión al otro lado de la pared de vidrio, que saltó hecha pedazos. Shepard trató de protegerse la cara, mientras sentía los fragmentos que le atravesaban la piel. Los robots guardianes, indemnes, atravesaron lo que quedaba de la pared para investigar qué ocurría.
Shepard no perdió un segundo. Abandonó la maleta y salió corriendo en busca de un escondite.
(Así empieza Mundo de robots, de Delwin Mongelluzzo, una novela que no existe. Fuente de la imagen: Wikimedia.)