Mes: noviembre 2018

Hablando con Mario Méndez sobre ciencia ficción

El 3 de septiembre participé en el “Laboratorio de análisis y producción de Literatura infantil y juvenil” que Mario Méndez desarrolló durante varios meses en La Nube, dentro del Programa Bibliotecas Para Armar. La transcripción de la charla apareció luego en el blog del Programa: un montón de texto asombroso, casi una novela corta.

Son dos partes, a las que Mario aplicó títulos más que apropiados:

“El argumento de que la ciencia ficción se basaba en presupuestos científicos sólidos y reales fue un verso para vender y para darle legitimidad”

Un repaso por la historia de la ciencia ficción, con eje en lo que pasó en la Argentina y especialmente en la obra de Francisco Porrúa con su editorial Minotauro. (Sobre esta primera parte ya posteé algo acá en la Mágica Web.)

“Más que la idea, es la expresión de la idea lo que importa”

Una extensa sección de preguntas y respuestas sobre una variedad de temas.

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Foto del blog Libro de Arena, del Programa Bibliotecas Para Armar. Junto a mí, Mario Méndez.

De visita en la FADU

El 16 de octubre participé en una clase de la Cátedra de Ilustración de Daniel Roldán, que forma parte de la Carrera de Diseño en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. Este era el panorama, en un montaje torpe de tres fotos que saqué con el contraluz brutal de las ventanas que dan hacia el río, en ese lugar maravilloso que es Ciudad Universitaria (click para agrandar).

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Compartí la visita con colegas a los que quiero de verdad: Juan Lima, Nicolás Schuff y Florencia Gattari. Aquí estamos los cuatro en escena, junto con Daniel Roldán (a la izquierda) y la editora Ana Lucía Salgado (a la derecha). La foto es de Fiona Brown, alumna de la cátedra.

3 6 Foto de Fiona Brown (alumna de la cátedra)

Como cada año, los alumnos hicieron proyectos de libros ilustrados a partir de textos de diversos autores. De ahí la invitación. La cátedra seleccionó textos de Florencia, Nico, Juan, además de uno mío y otro de Iris Rivera (que ese día no pudo ir). Durante un par de horas, cada uno de nosotros vio algunos de los proyectos elaborados con el texto propio y tuvo la oportunidad de conversar con los autores. Con la libertad que da el no estar mirando hacia las editoriales, las ideas de los estudiantes fueron audaces, inesperadas, creativas, inspiradoras. Daba ganas de quedarse a vivir ahí para fundar un mundo distinto.

Abajo reproduzco “El rinoceronte”, el cuento mío sobre el que trabajaron. Apareció originalmente acá, en el blog, hace quince años. También forma parte del libro-caja artesanal que hice con Natalia Méndez, Rinoceronte y otros especímenes:

Rinoceronte premiere2

Cada nueva versión tiene pequeños cambios, como siempre. Esta es la más reciente:

El rinoceronte

En algún lugar del África tropical, dos rinocerontes se aburrían mortalmente.

—¿Y ahora qué podemos hacer? —preguntó el primero.

Silencio. El sol se avanzó unos segundos de arco por allá lejos, a punto de ponerse, en el cielo despejado.

—No tengo idea —dijo el segundo rinoceronte.

Quietos sobre la tierra árida, rodeados por hierbas poco apetitosas, los rinocerontes olfatearon, olfatearon, volvieron a olfatear.

—Ni una hembra —dijo el primero.

El segundo emitió un suave bramido, más una queja que otra cosa. Siguió olfateando.

A muchos metros de allí, algún otro animal movió un arbusto. Pero los rinocerontes no lo vieron.

—Un poco más a la izquierda —dijo el segundo rinoceronte, dirigiéndose al pájaro que le picoteaba el lomo. Pero el pájaro hablaba otro idioma, y siguió haciendo a su propio gusto.

Apareció una nube, una oveja aérea, por el lejano cielo de la izquierda. Avanzó hacia el lejano cielo de arriba y luego se escurrió por el lejano cielo de la derecha.

El sol tocó fondo. Se puso más rojo.

—Tengo sed —dijo el primer rinoceronte.

—Mm —se quejó el segundo—. Me da pereza ir al río.

—A mí también —dijo el primero—. Además me olvidé dónde está.

Silencio. Una portentosa muestra de caca de rinoceronte cayó de las postrimerías del segundo de los Diceros bicornis, para delicia de algunos millones de bichos de distintas especies.

—Te juego una carrera hasta el árbol —dijo el primer rinoceronte.

—¿Qué árbol? —preguntó el segundo.

—Aquel —señaló el primero con el cuerno.

El segundo rinoceronte miró en dirección a una borrosa sucesión de manchas. Tardó en contestar.

—Bueno —dijo finalmente.

—A la una, a las dos y…

—¡A las tres! —dijeron juntos los rinocerontes en un especial arrebato de entusiasmo, y allá partieron en un galope que empezó siendo digno y terminó en un arrastrar de patas. El pájaro que hablaba en otro idioma salió espantado.

Llegaron cerca del árbol. Empate. Por las dudas, olfatearon otra vez, y olfatearon, y olfatearon.

—Acá tampoco hay hembras —dijo el primer rinoceronte.

—Mm.

Hubo otra pausa. El cielo siguió despejado. El horizonte no se acercó ni se alejó. El sol se hundía como un jabón radiactivo en una pileta de aceite frío.

—¿Y ahora? —preguntó el segundo rinoceronte—. ¿Qué podemos hacer?

El primer rinoceronte se tomó su tiempo para responder. Estaba por decir algo evasivo cuando un pensamiento diferente le picó en un punto situado en medio y un poco por debajo de las orejas. Sacudió la cabeza, no mucho. El pensamiento siguió allí. Esperó un poco más, mientras el sol terminaba de morir.

—Un momento —dijo al fin—. Acabo de recordar que los rinocerontes somos animales solitarios.

—Mm —dijo el segundo rinoceronte—. Es verdad.

Y se disolvió en el aire, como hecho de humo.

Feria del Libro de Villa La Angostura

Del 17 al 21 de octubre estuve en Villa La Angostura, invitado por la Biblioteca Popular Osvaldo Bayer y Calibroscopio a la feria del libro que hacen allá todos los años. Mi tarea fue conversar con chicos de quinto, sexto y séptimo grado de las escuelas públicas de la zona.

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Así, con este clima, fueron los encuentros. El truco para lograr semejante ambiente fue apropiarme del escenario de la sala donde nos tocaba estar. Visto desde un poco más lejos:

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Escenario iluminado a medias, luces de la sala bajas y, sobre todo, chicos entusiastas y atentos: así cualquiera puede. Fueron ocho grupos diferentes; con cada uno estuve cuarenta minutos. Preparé varios temas: poesía, microcuentos, cómo se hace un libro. Los fui alternando de un grupo a otro. Lo que mejor resultó, de lejos, fue la poesía.

Los chicos de un grupo, luego de la charla, me pidieron que les firmara los brazos, como tatuajes. De entrada me resistí un poco, pero luego compartí la diversión con ellos; al fin y al cabo, en un par de días los brazos les iban a quedar como antes.

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A pocos metros, la feria era un movimiento intenso y constante de chicos.

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Ahí estaban Judith, Santiago, Mercedes. Lo de ellos sí que era trabajo. Luego, en los almuerzos y cenas compartidos, intercambiábamos anécdotas y chistes. También estuvieron Istvan Schritter, Diana Tarnofky, Eduardo Sacheri. Pero el alma de todo era Laura, bibliotecaria de la Osvaldo Bayer, una persona con la que uno se siente mejor solo por haberla conocido. Mención especial para el resto de la gente de la biblioteca; lástima que vivan tan lejos.

El Centro de Convenciones, donde estábamos, es un lugar precioso:

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Claro que también el paisaje es precioso. Los primeros días, las nubes no dejaron ver mucho:

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Pero tuvieron el buen gusto de ir apartándose de a poco:

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Hasta que el sábado, mi día libre para pasear, el clima fue espléndido. Bajamos al lago y almorzamos sentados en un tronco:

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Subí al mirador que está cerca de la entrada del Parque Nacional Arrayanes, ahí nomás:

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(La foto me la sacó otro turista asombrado, de entre las personas con quienes compartí la vista en ese momento.)

El paisaje, desde allá arriba, borra de la cabeza todo lo demás que uno haya traído:

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Gracias a las distintas personas que sacaron las fotos en las que aparezco. Y gracias a Calibroscopio y a la Biblioteca Osvaldo Bayer por haberme llevado. Gracias, gracias. Lo voy a seguir diciendo hasta que me vuelvan a invitar.

“(Auto) biografías apócrifas” (Filbita)

Filbita 06-V23-19.30-hsEl viernes 23 participé en la mesa “(Auto) biografías apócrifas”, parte de la edición 2018 del Filbita, con Laura Ávila, Félix Bruzzone, Raúl Guridi, Ana Méndez y Cristian Palacios, más María Luján Picabea como moderadora. La consigna era leer un texto que llevara entre cinco y ocho minutos y respondiera al título de la mesa. Lo que sigue es el texto que leí.

Buenas noches.

Antes de iniciar la narración de mi vida debo decir que provengo de una familia de aventureros. Mis antepasados fueron pioneros y exploradores, almirantes y corsarios, astronautas y montañistas, científicos locos y artistas ambulantes.

Alguien con mi apellido participó en la expedición de Amundsen al Polo Sur. Se lo ve en una vieja foto, el segundo de una hilera de cuatro hombres, casi irreconocible por los gruesos abrigos y el granulado de la imagen.

Alguien que aún no tenía mi apellido pero aparece en mi árbol genealógico acompañó a Colón en el primero de sus viajes. Trepó a los mástiles muchas veces, convencido de que iba a ver el fin de un mundo, hasta el día en que descubrió el comienzo de otro.

Alguien de una rama paralela fue a la Luna, instaló una pequeña bandera y se dejó ver a la distancia por millones de terrestres asombrados. Otro trabajó en una sonda espacial que logró imágenes de astros aún más remotos.

Una tatarabuela sugirió a Julio Verne dos o tres de sus novelas, basada en experiencias personales. Un bisabuelo se adelantó a Edison en la invención del gramófono, y renunció a la gloria por la mujer que amaba. Una tía lejana participó en el robo más grande de la historia de Inglaterra, y nadie lo supo, jamás, fuera de nuestra familia.

Algunos de mis ancestros avanzaron con Roca hacia un desierto habitado, y otros de mis ancestros lo vieron llegar y lucharon contra él. La fiebre del oro alcanzó a distintas generaciones, desde la búsqueda de Eldorado hasta los fríos de Alaska. Las historias de Marco Polo no habrían llegado a nosotros sin el sacrificio personal de un miembro de mi familia. Stanley y el doctor Livingstone jamás se habrían encontrado en el corazón del África de no ser por el milagroso sentido de la orientación de uno de los nuestros.

Mis parientes estuvieron a bordo de barcos cargados de esclavos, como capitanes y como involuntarios pasajeros. Se dedicaron a extrañas actividades en Transilvania. Construyeron ferrocarriles en sitios inhóspitos. A uno lo secuestraron extraterrestres y regresó para contarlo.

Mi padre vivió en Groenlandia, en Sudán, en Indonesia. Mi madre acompañó a Hillary y a Norgay en la conquista del Everest (o Chomolungma, como ella prefería llamarlo en perfecto tibetano). Mi padre inventó un sistema para sobrevivir a un cardumen de pirañas. Mi madre descubrió once especies de arañas venenosas, todas las cuales llevan su nombre. Mi padre tenía siempre un arma bajo el brazo, incluso mientras dormía. Mi madre no quería separarse de su botella de vodka, que solo usaba con fines medicinales.

Y aquí, querido público, es donde entro en el relato.

Desde pequeño aprendí que se debe avanzar antes que retroceder, luchar antes que rendirse, correr riesgos, apostar fuerte. Ser, más que valiente, temerario. El día de mi nacimiento, mi padre partió a dar la vuelta al mundo en globo. Cuando cumplí un año, mi madre descubrió cavernas en lo profundo de Siberia que se extendían por mil quinientos kilómetros.

Cuando tuve dos años mis padres me entregaron a una tía para proseguir sus aventuras. A partir de entonces, jamás olvidaron enviarme una tarjeta anual para que supiera dónde estaban, qué nueva empresa acometían, qué límite dejaban atrás.

Durante mi educación primaria en una escuela de pueblo, hubo parientes que lucharon en guerras injustas, volaron al interior de un tornado, construyeron máquinas esquizofrénicas. Mientras yo avanzaba sin obstáculos en un colegio secundario, a cada momento alguien de mi familia exploraba el fondo del mar, salvaba a los gorilas de la extinción, descubría tribus nunca contactadas y aprendía curas para misteriosas enfermedades.

Decidido a estudiar para contador público, encontré dificultades por la necesidad de trabajar mientras cursaba: los múltiples intereses de mis padres, y el hecho de que rara vez estuvieran a menos de diez mil kilómetros de distancia, les impedían enviarme dinero. Abandoné la carrera y empecé a trabajar en el mostrador de un banco.
Allí permanecí treinta y dos años llenos de emoción, ya que periódicamente oía noticias de mis primos, desde los trapecios más altos, los laboratorios más secretos, las fronteras más inestables.

Me casé con la secretaria del gerente de mi sucursal, quien comprendió y compartió, intensamente, el valor de la historia familiar. Con el tiempo compramos una casa y tuvimos dos hijos, a quienes instruí personalmente en los elevados estándares de nuestra familia. Ya de bebés tuvieron acceso a los archivos de fotos, las enciclopedias, los libros de viajes en que se mencionaba a quienes nos habían precedido en la tarea de dejar huella en este mundo.

Adopté el hábito de reunir los recortes de diarios que hablaban de la parentela, y durante décadas nos sentamos cada sábado, por la tarde, a leerlos juntos.

Hablar de la vida de mis hijos llevaría más tiempo del que tengo asignado, de manera que ese tema quedará para otro momento.

En cuanto a mí, ahora que las décadas han ido quedando atrás, las canas cubren mi frente de nieve y los ojos ya no ven con la nitidez de otros tiempos. Pensar se ha convertido en un laberinto. Las noticias del mundo exterior se fueron espaciando de a poco, como pasos en un teatro que va quedando vacío.

Sin decirle a nadie, elaboré mi proyecto final y fui reuniendo lo necesario para llevarlo a cabo. De noche, a solas, evitando que me vieran, partí a regiones inexploradas y sin nombre todavía.

Sabrán comprender, entonces, que no participe en esta prestigiosa mesa a la que tan amablemente me ha invitado la organización del Filbita. Es que ahora estoy allá.

Muchas gracias.

1 Filbita
La mesa en cuestión. De izquierda a derecha: María Luján Picabea, Raúl Guridi, Laura Ávila,
Eduardo Abel Gimenez, Ana Méndez, Cristian Palacios y Félix Bruzzone. Foto por Marina Novello.

Diciembre, 1961

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De vacaciones en La Falda. Por entonces todavía salía la revista El Pato Donald, todos los martes. Yo estaba desesperado por tenerla, y el martes, en La Falda, la revista no había llegado. Mis padres se la encargaron a un diariero que pasaba cada día por el comedor del hotel. Unos días después, ahí mismo, junto a esta mesa, apareció el diariero con la revista y una frase: “¡Qué revistaza!”. La alegría que me dio. El momento se convirtió en un clásico familiar. Durante un tiempo, mi padre siguió diciendo “¡Qué revistaza!” en distintas ocasiones.

Sin fecha (1961)

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Fue la única vez que pintaron una foto mía. Abajo está la versión sin pintar (los tamaños reflejan la proporción que hay entre las respectivas copias). Lo que tengo en las manos es un álbum de figuritas, de cuando eran redondas y las usábamos para jugar en la vereda. De qué me reía, no sé.

 

Marzo, 1960

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Mis padres no tenían cámara. Cada tanto, un tío le prestaba una a mi viejo, pero era un acontecimiento más bien excepcional. Por eso, mi madre me llevó a un estudio de fotografía. Yo tenía cinco años y nueve meses. En un sentido importante, la foto no miente: yo ya sabía leer, aunque apenas empezaba la escuela. En otro sentido, es falsa: el libro no era mío, me lo dieron ahí para fingir.

Febrero, 1960

4 febrero 1960

Tandil. Con mi madre y mi padre. No tengo hermanos. Ahora me doy cuenta de que ella andaba con un vestido sin mangas y él estaba de mangas cortas. Pero yo, aunque llevaba el pantalón corto obligatorio, tenía un saquito sobre la camisa. Típico de mi madre.

Enero, 1959

3 enero 1959

Yo tenía cuatro años y medio, y por fin había aprendido a posar para las fotos. Ya subí al blog otra toma de ese momento, por el mismo fotógrafo.

Julio, 1955

2 julio 1955

Un año y un mes. Practicando eso de contemplar las dificultades de la vida. Mi papá sacó la foto (como la de ayer).