
La foto original es de 2003. Lo que lleva la mujer en la mano es un celular de esa época.
Desde chico que me río de la forma en que hablaba Woodstock (Emilio por estos pagos) en la tira Peanuts:

Gracias a que Snoopy le entendía todo, sabemos que ahí arriba Woodstock cuenta que una flor lo miraba fijo y de pronto le gruñó.
Esto del personaje que entiende lo que nosotros no distinguimos del ruido se repite en Star Wars, con R2D2 y su lenguaje de radio mal sintonizada, del que C-3PO no se perdía una palabra.

Supongo que en algún momento alguien habrá pensado lo mismo de la madre de mi hijo y yo, cuando conversábamos así: ella en inglés, yo en castellano.
Carl Sagan y compañía estaban convencidos de que una civilización extraterrestre encontraría sencillo descifrar esto:

En la práctica, las cosas no son tan simples. La comprensión de otro lenguaje nos trae tantos problemas que la traducción es una de las mayores pesadillas que existen.

Lo más triste es que Douglas Adams se murió antes de decirnos cómo conseguir su Babel Fish, el pececito que te metés en el oído y desde ahí te permite entender “cualquier forma de lenguaje”.
Hace cosa de veinte años, década más, década menos, circulaba esta anécdota probablemente falsa. Alguien llamaba por teléfono al servicio técnico de su PC, porque tenía problemas con el posavasos. ¿Qué posavasos? El posavasos, hombre, ese que sale del gabinete si uno aprieta un botón.

Qué ignorante, pensaba uno, qué atrasado, alguien que todavía no había oído hablar de los CDs. Pero pasó el tiempo, y ahora estamos cerca del extremo opuesto. Que alguien se encuentre con ese mismo botón, esa misma bandeja, y ocurra lo que predice este otro meme que circuló hace menos tiempo:

El CD grabable y su continuador el DVD grabable siguieron el camino del diskette y el cassette de audio, y nuestros hijos (o los hijos de ellos) nunca sabrán por qué nos fascinaron tanto. Los verán como nosotros vemos esto:

Lo que todavía me sorprende de los CDs grabables es qué poco duraron. Apenas tuvieron tiempo de llegar a la madurez, a un momento de esplendor, para perder utilidad más rápidos que la luz. Miren esto, si no:

Este es el último de una serie de tubos de CD-Rs que compré, calculo que a principios de siglo. Suena hasta gracioso, eso de “principios de siglo”. El CD-R se había hecho barato, confiable, práctico. Incomparable con los soportes que usábamos poquísimos años antes (como los cartuchos Zip, en los que cabían 100 MB de datos).
Este tubo, que todavía contiene unos diez CDs sin usar, me da la misma sensación que los restos de Pompeya. Los CDs no tuvieron tiempo ni de asfixiarse, como dice un gran título del National Geographic. Los agarró la catástrofe, el río de lava de internet, antes de que los tocara un mísero byte.
Tengo otras piezas de tecnología obsoleta. Pero ninguna como mi tan querido teléfono huevo:


Una joya, un prodigio. Tan cómodo que mi mano todavía se adapta a su forma de manera automática, cariñosa. Y sin embargo, el símbolo mismo de la obsolescencia, al borde de lo ridículo. Me parece mentira haberlo usado hasta hace cuatro años y medio. ¡Solo cuatro años y medio! Una eternidad, tanto cambió todo desde ese día en que lo abandoné por uno de estos cuasi azulejos que llevamos ahora, a los que solo les cabe la palabra magia; estos retazos de milagro que acabaron por darle sentido a la clásica exageración de “tener el mundo en el bolsillo”.

En cualquier caso, y a la manera del posavasos de la PC, le auguro a mi teléfono huevo una próspera vida como pisapapeles.
Me llegó el libro que tanto esperaba: Diálogos entre mediadores de lectura. Algunas reflexiones sobre literatura infantil y juvenil, compilado por Patricia Domínguez y publicado por la Editorial Universitaria de la Patagonia.

El libro reúne las conferencias y ponencias presentadas durante las actividades que organizó la Cátedra Libre de Literatura Infantil y Juvenil de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, a cargo de Patricia Domínguez. La secretaria de Cultura de la Universidad, Susana González, coordinó y prologó la publicación.

Hay textos de Cecilia Bajour, Liliana Bodoc, María Teresa Andruetto, María Cristina Ramos, Iris Rivera y una cantidad de gente que investigó, exploró, trabajó en promover la lectura. También está mi conferencia “Literatura y tecnología: cooperación y conflicto”, con la que me di el gustazo de abrir las Jornadas Regionales de Literatura Infantil que Patricia Domínguez, en el marco de su cátedra, y Susana González, como secretaria de Cultura de la Universidad, organizaron en Comodoro Rivadavia en 2016.



Al lujo de haber estado ahí, entonces, se suma la publicación del libro. ¡Felicitaciones a Patricia y a Susana, y muchas gracias!
Un día, Bernardo, el copo de nieve, descubrió algo tremendo.

Fue en el año 2008, cuando Daniel Paz lo incluyó en un episodio de sus F. Mérides Truchas. (El dibujo de arriba es parte de un segundo episodio, el último hasta donde sabemos, publicado en 2015.)
Lo peor es que nadie lo comprende. Hay lugares donde ni siquiera está bien visto ser un copo de nieve. Traduzco (apenas libremente) de Urban Dictionary: “Copo de nieve: Alguien que piensa que es único y especial, pero no. La expresión ganó popularidad tras la película ‘El club de la pelea’, donde se dice ‘No sos especial. No sos un copo de nieve hermoso y único. Sos la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás'”.

Todos somos copos de nieve en algún momento. Acá estoy yo mismo, haciéndome el angustiado, cual copo de nieve, hace casi cuarenta años:

Me estaba por mudar a una casa a la que había que hacerle arreglos, y la mayor fuente de angustia que podía encontrar era un par de caños viejos expuestos a la vista de todos. Qué sabía yo de dramas a los veinticinco. Bueno, sí, sabía, pero rendía más (o era más potable) hacerse el tonto.
Desde entonces, muchas personas cercanas, queridas, imprescindibles, se fueron muriendo. Las que pensaban que podía ocurrir y lo temían, y las que no. Parece que ser como Bernardo no cambia tanto las cosas.
En un terreno más liviano, mi gran encontronazo con la nieve llegó en 1992, cuando fui a Montreal a visitar a unos amigos que habían emigrado allá. Este video es bastante demostrativo de la situación:
Estoy en el auto de mi amigo, mientras él rasquetea el hielo y la nieve acumulados en los vidrios, para poder manejar. (La calidad del video es propia de la época, y de mi cámara Sony 8 mm.)
Y otro más amable, del mismo viaje:
Atención al sonido, sobre todo a los veinte segundos, cuando se comprueba que el bulto que va a la espalda de esa persona que esquía es un bebé.
Un bebé todavía no sabe pensar en sí mismo como copo de nieve. Pero nosotros somos incapaces de verlo como otra cosa.

Saqué esta foto, una diapositiva, cerca de Posadas, Misiones, hacia 1970.

Ahora la subí a Google Images, para ver si me mostraba algo similar. A veces, Google entiende lo que quiere:

Refinando un poco la búsqueda, llegué a este espléndido video. También hay un hombre en equilibrio sobre los troncos, que a su vez hacen equilibrio en el barco, pero con un agregado de lo más siglo XXI.
Sip, el hombre va hablando por celular. Lo que perdura es el Paraná, por supuesto, aunque el video no venga de Misiones sino del Delta.
Google no los menciona, pero es inevitable que la memoria nos lleve a los riesgos de las tardes de plenilunio. Machistas, racistas, discriminadores y graciosos como ellos solos, Les Luthiers sacan a relucir su jangada:
Impensable escribir hoy esa letra, ¿no? Enderecemos un poco las cosas con una jangada auténtica:

Cambiar de táctica. La búsqueda “transporte fluvial de madera” lleva sin escalas a las navatas:

“Los troncos, de grandes dimensiones, se atacaban [sic; ¿será atracaban?] unos a otros, entrelazando los maderos con ramas de sarga trenzada, creando grandes barcas, denominadas navatas, que podían tener diversas secciones, un mínimo de una y una máximo de siete. Las barcazas eran tripuladas con grandes remos por valientes chesos que se jugaban la vida luchando contra la bravura de las gélidas aguas del Aragón-Subordán, las piedras, saltos y resto de dificultades que se encontraban en su descenso”.
Menos mal que nos lo explican desde el Valle de Hecho, en los Pirineos, porque la RAE no tiene idea de qué es una navata. Para acelerar la llegada al diccionario, busqué en Google “rae navata”, y Google aprovechó la oportunidad para presentarme al señor John Rae Navata. De veras. Hay gente para todo.
Pero yo no quería alejarme tanto de Misiones, porque tengo muchos recuerdos, buenos recuerdos. Conocí las dos puntas de la provincia. Y para quien piense que Misiones no tiene puntas, me apuro a aclarar:


Ahora sí, y como siempre, Google Maps es nuestro amigo:
Tendría que hacer un álbum de cada visita, para poner ambas en su justo valor. La próxima, tal vez.
Mientras, me queda la duda sobre el bueno de John Rae Navata. Lo busco. Nada significativo, salvo esta página de Google+ con su mensaje poco alentador en gris clarito:


Wikipedia, página al azar. Caigo en Abelmoschus esculentus, planta conocida con un arcoíris de nombres: quimbombó, quingombó, gombo, molondrón, ocra, okra o bamia, candia, abelmosco.

Es una malvácea, así que voy a ver.
Familia genial, la de las malváceas. Para empezar, incluye al Hibiscus, que para mí será siempre rosa de la China, y sobre todo la rosa de la China que mi padre puso en el jardín que teníamos en Ramos Mejía.

Pero resulta que entre las malváceas está nada menos que el algodón. Wikipedia me recibe con esta imagen maravillosa:

El algodón lleva de cabeza a la industria textil. Mi abuelo paterno, Eduardo Gimenez, era obrero textil.

Trabajaba en la fábrica La Emilia, San Nicolás, donde nació mi padre en 1924. Murió mucho antes de que yo naciera.
El pueblo La Emilia ahora es ciudad. Está a la orilla del Arroyo del Medio; en la orilla de enfrente empieza la provincia de Santa Fe.
[googlemaps https://www.google.com/maps/embed?pb=!1m14!1m12!1m3!1d9853.268720751788!2d-60.315201032670096!3d-33.35092393481642!2m3!1f0!2f0!3f0!3m2!1i1024!2i768!4f13.1!5e1!3m2!1ses-419!2sar!4v1529329599552&w=600&h=450]
En enero de 1917, La Emilia se inundó. Hay una nota épica en el diario El Norte, escrita por Daniel Erne, que empieza así:
“La Emilia es ahora un pueblo triste. Con rastros de desastres y huellas de dolor. Pero la vida continúa como una mecánica milenaria. Con sol la angustia es la misma. Las marcas que dejó el agua en las viviendas son las menos importantes porque se arreglan con dinero. Las penas del alma no tienen precio”.
Muchas cosas, aquí y ahora, no tienen precio. O casi: hoy mismo, treinta semillas de quimbombó, Abelmoschus esculentus, salen ciento cincuenta pesos en Mercado Libre.

Lorem ipsum dolor sit amet, consectetur adipisicing elit, sed do eiusmod tempor incididunt ut labore et dolore magna aliqua. Ut enim ad minim veniam, quis nostrud
Copyright © 2025 La Mágica Web