Categoría: Diario

El rayo de sonido

[15/5/2002]

A las seis y media en punto de la madrugada suena mi radio-reloj despertador: hay un rayo de sonido que se interrumpe de inmediato cuando lo intercepta el rayo de mi brazo derecho para fulminarlo de un golpe. La radio está sintonizada en cualquier estación, eso no me importa: lo que importa es el ruido, cada día diferente, que debe lograr devolverme a esta tierra de lágrimas.

El sonido fugaz, el rayo que todo lo atraviesa, toma formas curiosas. “Ten de la”, se oye, o “co que los m”. O música: “Clin clin cl”, “tap ta-tap t”, “ove you mo”. A veces me queda la intriga de qué estaría pasando, pero es tarde: la palabra interrumpida, la frase musical, se fueron para siempre. Luego me olvido tan rápido como de un sueño.

Turnarse

[15/5/2002]

Para todo hay que turnarse con esa otra persona. Para lo bueno y lo malo. Así, uno se distancia poco a poco de las cosas, porque las buenas no están disponibles cuando uno las quiere, y las malas atacan cuando uno no las quiere. La vida se va de las manos.

Pasatiempos de insomnio

[15/5/2002]

Mi radio-reloj despertador, de día, es un aparato estúpido que permanece sentado en la mesa de luz, sin hacer nada excepto guiñar esos números rojos a los que nadie presta atención. De noche, en cambio, tiene entidad, es denso, se impone. En la oscuridad, sobre todo durante las noches de insomnio, los números rojos se hacen grandes y me invitan a incorporarlos a la imaginación. Así, siempre estoy inventando algún nuevo pasatiempo que los tiene de protagonistas.

Por ejemplo, suelo esperar a que cambie el minuto, y entonces cuento rítmicamente hasta sesenta, tratando de acertarle al próximo cambio. La primera vez es imposible, pero uno aprende: yo suelo ir demasiado lento, de manera que el salto me sorprende, digamos, por el cincuenta y dos. Entonces apuro un poquito, uno, dos, tres. Y llego a sesenta y cuatro antes de que pase nada. Nuevo ajuste: uno, dos, tres, cuatro. Cincuenta y ocho: me voy acercando. En algún momento el juego acaba solo; no es que me duerma, sino que me distraigo, alguna otra parte de mi consciencia toma el control y abandona los números por un rato.

Otro pasatiempo surge cuando encuentro que los números forman alguna simetría. No necesariamente un número capicúa, como 23:32. Más interesantes suelen ser las simetrías de las rayitas que forman los números. Por ejemplo, 22:55, que en mi reloj es un dibujo simétrico. Entonces me pregunto: ¿cuántas veces en las 24 horas se da un dibujo así? Trabajosamente pienso la respuesta, la encuentro, la compruebo en mi cabeza y siento una satisfacción efímera, algo triste.

(En esto es importante tener en cuenta que mi reloj no muestra un cero delante de la hora, cuando la hora es menor que diez. Así, después de las 23:59 se presenta una especie de catástrofe, un cambio de dimensiones geológicas, porque todo salta a 0:00.)

Se me han ocurrido otros trabajos para hacer mentalmente: ordenar los números por la cantidad de rayitas que los forman; emparentar aquellos que se convierten unos en otros con sólo cambiar una rayita, o dos, o tres; descubrir qué hora u horas del día requieren la mayor cantidad de rayitas, y qué hora u horas requieren la menor. Las soluciones son triviales, pero en esos momentos de la noche, cuando lo único visible son las figuras rojas, alargadas, terminadas en puntas como de lápiz, consigo un momento de calma en que el mundo parece simple y controlable.

[15/5/2012]

Sigo usando el mismo aparato, aunque con el tiempo los pasatiempos fueron variando. Por ejempĺo, a fines de 2006 me dedicaba a sacarle fotos.

Fantasmas

[14/5/2002]

Otra vez llueve. Van a ser las siete, es de noche, y hay fantasmas tras las cortinas cerradas en las ventanas con luz. Movimientos difusos, gente que lleva una vida importante ahí a escondidas, y yo sólo percibo el lado de atrás de una sombra.

Lamparitas y ganchitos

[14/5/2002]

Cambio las lamparitas y se queman otra vez. Las cambio. Se queman. Las cambio. Vuelven a quemarse. Esto ya pasaba, todo el tiempo, en donde vivía antes, pero el nuevo departamento me dio unos meses de tregua. Ahora ya me conoce lo suficiente.

Hoy compré lamparitas en una ferretería distinta. El ferretero reemplazó de un modo simple el proceso irritante de sacar cada lamparita de su caja, probarla en un portalámparas, volver a ponerla en su caja, etcétera. Primero abre las cajas sobre el mostrador, de manera que las lamparitas muestren lo que no puedo menos que llamar el culo. Luego acciona un interruptor, toma dos cables y se los apoya por turno a cada lamparita, haciéndole emitir un brevísimo destello de angustia.

Este ferretero es el mismo que el otro día me asesoró muy bien sobre tarugos y ganchitos para colgar cuadros. Me vendió los tarugos más chicos, aptos para pared de ladrillo hueco, y unos ganchitos en ele. Pregunté por qué en ele y no curvos, y me explicó de buena manera que los curvos mantienen los cuadros más alejados de la pared. Acepté la explicación, que luego resultó correcta. Los tarugos y ganchitos no alcanzaron (y de esto ya escribí antes), así que hoy fui a comprar más. Otros diez. “Como los del otro día”, dije. “¿Cuáles eran?”, preguntó el ferretero, que recordaba casi todo pero no fotográficamente. “Unos dorados, los más chicos, creo.” Sin dudarlo, trajo una caja y la abrió: estaba llena, repleta, rebosante de ganchitos curvos. Le recordé que me había recomendado unos en ele. “Ah, cierto”, dijo. Fue y trajo la otra caja, casi vacía. Me fui con los mejores ganchitos en el bolsillo, dejando al ferretero arrepentido con su caja llena de ganchitos malos, sin saber qué cuernos hacer con ellos.

Olor

[14/5/2002]

¡Blasfemia! Me gusta el olor de mis zapatillas sudadas y pegajosas. Sólo el de las mías, claro. Hay millones de zapatillas que odiaría tener que oler. Ahí está. Lo escribí. Qué tanto.

[14/5/2012]

Supongo que no era todo mérito de mis pies, sino también de la marca de zapatillas. Acabo de probar con las que tengo puestas, que son otras muy distintas, y no me gustó.

Más recortes

[13/5/2002]

Ahora no podemos parar. Seguimos plegando papeles y recortándolos, como hicimos ayer. Salen cosas así:

Recortes de papel plegado

[13/5/2002]

Ayer estuvimos los tres, mi hijo, mi mujer y yo, haciendo recortes de papel plegado, como este:

O este:

Hasta que Gabriel puso el punto final agregando un poco de marcador a uno de sus recortes menos convencionales, y obtuvo este pez en el agua:

(Les puse fondo negro al escanearlos para que se vean mejor.)

Lluvia

[13/5/2002]

Desde atrás de mi ventana veo una cortina de agua que cae sobre la ciudad, una catarata que casi oculta los edificios que están a cincuenta metros. Hay verdaderas olas en la catarata, ráfagas más opacas que se alternan con otras. No suenan bocinas como hace unos minutos, cuando llovía poco y el tránsito se movía a paso de tortuga que jamás oyó hablar de la liebre. Con semejante lluvia, la gente entiende que la impaciencia es inútil.

En el edificio de enfrente, del que veo el costado, una pared enorme de ladrillo descubierto, hay una ventanita muy chica con la luz prendida. Es la única luz de toda esa pared. Queda a unos diez metros por encima de mí. Parece un faro en medio de la tormenta.

Se arruinó el clima

[11/5/2002]

Finalmente se arruinó el clima. Está lloviendo fuerte, hay truenos, el cielo tiene un color gris de novela mala. Todavía no hace frío, pero eso tiene que llegar tarde o temprano. Abrí un poco la ventana: se oye ese ruido tan raro que hacen los autos cuando andan por una calle mojada, esa especie de raspado. A fuerza de caer y arrastrar el mundo consigo, la lluvia desdibuja los edificios más lejanos (desde aquí, doscientos metros).

Hoy tenía que llover. Había demasiados motivos. Para empezar, la primavera de la semana pasada no podía seguir adelante, era demasiado. Y ayer, con veintiséis grados y más humedad que los días anteriores, las señales del fin estaban dadas. Incluso, ayer, miré con deseo el acondicionador de aire. Pero no, es mayo, cómo puedo pensar en el acondicionador de aire.

Otra razón para la lluvia es que hoy tenía planeado ir al Parque Rivadavia. No voy nunca, pero hoy iba a ir. Habíamos pensado en tres planes alternativos: el de máxima nos incluía a mi mujer, a mi hijo y a mí; el intermedio dejaba a mi mujer durmiendo plácidamente y nos tenía sólo a Gabriel y a mí recorriendo libros y discos; el de mínima, en caso de portentosa fiaca de todo el mundo, sólo a mí. Hasta ayer, creí que iba, en cualquier caso. Bueno, me equivoqué.

La tercera razón, poderosa, es que ayer, finalmente, empezamos a colgar los cuadros en el nuevo departamento. Hace catorce meses que estamos en el “nuevo” departamento, y hasta ahora no lo habíamos conseguido. Hubo un pequeño malentendido antes de empezar. Yo decía que pusiéramos “muchos” cuadros, mi mujer decía que pusiéramos “pocos”. Entonces, como es lógico, fui a comprar “pocos” tarugos y ganchitos: traje diez. Un rato más tarde, con los cuadros apoyados en el piso por toda la casa, mi mujer me aclaró que por “pocos” ella entendía unos veinte. Para mí, veinte eran “muchos”. En total, vamos a poner diecinueve, pero sólo diez están ya en sus paredes respectivas.

Ahora llueve un poco menos. En el entramado de alambre que cierra el balcón se forman gotitas blancas, en ristra como las luces que venden para los arbolitos de Navidad. Aparecieron matices en el gris de las nubes: sobre la parte oscura se va extendiendo otra más oscura. Es así, acá todo se hace con estilo.