Soñé que me iba de viaje. Tenía dieciocho años y salía con una mochila al hombro. Estaba en algún lugar próximo, el Tigre o Ezeiza o algo así, esperando para la parte larga del trayecto, y me daba cuenta de que me había olvidado las cosas más importantes: plata, documentos, pasaje. Pensaba en hablar con mis padres por teléfono, pero aún dormían. Volvía a casa a buscar todo.
Mañana nos vamos de viaje por unos días y todavía no pensé ni un momento en qué debo llevar. Así que este es un sueño de advertencia. O de temor. O de culpa, quien sabe.
¿Por qué lo recuerdo, si casi nunca me quedan los sueños en la memoria?
No lo sé, pero siempre recuerdo los sueños de este estilo. Y pienso en dos sueños que vuelven con alguna frecuencia y que de un modo u otro tienen mucho que ver con el de anoche. En uno estoy fumando otra vez, cuando hace ocho años que dejé, y al despertar la culpa es tremenda. En el otro estoy en un escenario y tengo que tocar y cantar las canciones de veinte años atrás, que no he vuelto a ensayar y de las que no recuerdo nada.
Son, se podría decir, pesadillas suaves. Es que no hay monstruos, no hay peligro de vida. Lo que acecha es algo más profundo y más sutil. Y sin embargo igualmente invencible.