Categoría: Diario

Soñé que me iba de viaje

Soñé que me iba de viaje. Tenía dieciocho años y salía con una mochila al hombro. Estaba en algún lugar próximo, el Tigre o Ezeiza o algo así, esperando para la parte larga del trayecto, y me daba cuenta de que me había olvidado las cosas más importantes: plata, documentos, pasaje. Pensaba en hablar con mis padres por teléfono, pero aún dormían. Volvía a casa a buscar todo.

Mañana nos vamos de viaje por unos días y todavía no pensé ni un momento en qué debo llevar. Así que este es un sueño de advertencia. O de temor. O de culpa, quien sabe.

¿Por qué lo recuerdo, si casi nunca me quedan los sueños en la memoria?

No lo sé, pero siempre recuerdo los sueños de este estilo. Y pienso en dos sueños que vuelven con alguna frecuencia y que de un modo u otro tienen mucho que ver con el de anoche. En uno estoy fumando otra vez, cuando hace ocho años que dejé, y al despertar la culpa es tremenda. En el otro estoy en un escenario y tengo que tocar y cantar las canciones de veinte años atrás, que no he vuelto a ensayar y de las que no recuerdo nada.

Son, se podría decir, pesadillas suaves. Es que no hay monstruos, no hay peligro de vida. Lo que acecha es algo más profundo y más sutil. Y sin embargo igualmente invencible.

Se puede calcular

Se puede calcular cuánto tiempo lleva un auto parado en el mismo sitio por la cantidad de papeles de propaganda que tiene enganchados en los limpiaparabrisas.

La pantalla se nubla

La pantalla se nubla. Tengo sueño. Hay un relato en desarrollo atrás de ese vidrio curvo, pero pasa unos cinco centímetros por arriba de mi cabeza, errando el blanco. Hay una copa de vino aquí en el suelo, junto a mi pie izquierdo, que levanto y le regalo a mi mujer. Me despido del día y me voy a dormir.

Dejo la puerta entrecerrada, como siempre. Pero esta vez queda demasiado cerca del marco. Viene una corriente de aire, tal vez proveniente del relato que sigue allá dentro del televisor, y la golpea con suavidad. Nada grave. Apenas lo suficiente para que me dé vuelta en la cama y decida reaccionar, moverme, abrir la puerta un par de centímetros para que no vuelva a golpearse. Sin embargo, no lo hago: a esta hora, cuando trato de dormirme, es cuando tengo la cabeza más llena, cuando más cosas ocurren dentro de mí, y me olvido rápido de las decisiones.

La puerta se golpea otra vez, un ruido manso, delicado, muy irritante. Ahora sí, pongo un pie en el piso, giro la espalda con el dolor habitual en ese músculo cuyo nombre me gustaría saber, y un segundo más tarde estoy perfeccionando la distancia entre la puerta y el marco, midiéndola con los dedos de la mano derecha. Cuatro dedos, y la puerta no volverá a golpearse.

Ahora sí, me acuesto a pensar en muchas cosas frente a la luz apagada y, con suerte, dormir hasta mañana. Mañana es en realidad mi hijo Gabriel, que a las dos y cuarto viene a visitarme porque ha tenido una pesadilla. La vida es errática.

Es de noche y estoy por dormirme

Es de noche y estoy por dormirme. Una pareja se detiene en algún lugar de la calle y se pone a hablar fuerte. Tal vez discuten. Están a la distancia justa para que casi pueda entender lo que dicen. Pero no, ni una palabra toma forma, nada de sentido llega de esos medio gritos.

Tal vez es que sólo uso el oído izquierdo, que apunta hacia el techo. El otro, contra la almohada, no sirve de mucho. Pero tampoco sirve si giro la cabeza para oír mejor: da la impresión de que al repartirse entre dos oídos el ruido pierde intensidad, se dispersa. Es que a través de la ventana el mundo es monoaural, todo proviene de una línea recta que se extiende al otro lado del vidrio, y la gente y las cosas están en distintos puntos de esa línea, más lejos o más cerca, pero nunca a los lados. Y entonces el mejor modo de escuchar es apuntar un oído hacia allí, y no los dos oídos en dirección perpendicular.

Pasa siempre. La gente vive y habla allá afuera, cuando todo está en silencio, y entre la oscuridad y el sueño no hay nada más importante que entender lo que dicen, pero nunca entiendo, los significados se quedan atrapados en la persiana de mi habitación.

Este fenómeno, con variaciones, suele extenderse a otros aspectos de la vida.

Masticar palabras

Supongo que es de obsesivo esto de masticar palabras. Masticar palabras es lo que uno hace cuando se queda prendado de una o de dos y las deja dar vueltas por la cabeza como una música pegadiza.

Hace unos días me pasó con al par estilista / elitista. Vi la primera en un letrero y creí leer la segunda. Me sorprendió, y fue suficiente para llevar esa melodía conmigo durante horas.

Tarea para hoy

Sentado, bajar la cabeza hasta ponerla entre las rodillas y, en esa posición incómoda, con la panza apretando los pulmones de manera que el aire no pueda entrar, hacer un esfuerzo por acordarme de que soy este cuerpo y no, por ejemplo, mi colección de música.

Soñé que se me ocurría algo

Soñé que se me ocurría algo para un cuento con máquinas del tiempo. Pero no estaba aquí sino en la casa de mis padres, la de mi infancia en Ramos Mejía. Al despertarme, la idea para el cuento se había evaporado. Pero la casa no. Creo que todo fue una excusa para visitarla otra vez.

Estoy haciendo cola en el Banco Nación

Estoy haciendo cola en el Banco Nación para presentar un formulario, pagar un impuesto, una de esas arrugas burocráticas de la vida. Delante de mi hay unas treinta y cinco personas, aunque me lleva un rato llegar a contarlas.

En cuanto me pongo al final de la cola, el hombre que está delante, que tiene puesta una remera anaranjada, se da vuelta y me dice:

—Hay una chica atrás mío que fue a hacer algo y vuelve.

—Está bien.

Casi al mismo tiempo aparece un muchacho joven, de camisa blanca y corbata negra, que se para detrás de mí y me pide que le guarde el sitio mientras va al piso de arriba. Me siento el jamón del sandwich. Se me ocurre que debería ir a preguntar si de veras esta cola es la que me corresponde, pero ahora no me puedo mover de aquí: ¿a quién le voy a decir que me guarde el sitio? ¿Al hombre de la remera anaranjada, que ni siquiera vio al muchacho de la camisa blanca y no va a poder reconocerlo si vuelve? Tres ausentes en hilera es demasiado. Cuando venga alguien más a ponerse atrás de todo va a tener serias dudas antes de aceptar que nada menos que tres personas se han evaporado en el aire pero pueden volver en cualquier momento. Suena a trampa de gestor.

Para complicar las cosas, el hombre de remera anaranjada mira el reloj y decide que se le hizo tarde. Se va, sin una palabra, sin una mirada. Ahora la que ha quedado a la deriva es la chica que él mencionó. Doy un paso hacia adelante y me acerco al siguiente de la cola, un hombre de al menos setenta y cinco años, con campera de colores claros.

De las profundidades del banco surge una mujer que echa un vistazo a la cola, parece no encontrar lo que buscaba y se para detrás de mí. Seguro que es la chica ausente. Podría decirle:

—Si vos ya estuviste en la cola, y le pediste a un hombre de remera anaranjada que te guardara el sitio, yo estaba detrás de ese hombre, que se fue, y si querés podés ponerte en este lugar.

Pero es demasiado complicado, y de todos modos la chica está a mis espaldas, donde me resulta fácil no mirarla.

El anciano que está delante de mí tiene el pelo gris y corto, y las orejas muy abiertas y manchadas. Las veo en primer plano, a unos treinta centímetros de mi nariz en dirección horizontal y otros veinte en vertical (porque es más bajo que yo). Parece el cuero de un animal, de dos colores, uno como piel blanca, y el otro marrón oscuro. Trato de no mirarlas, pero me atraen de manera irresistible. Como si se diera cuenta, el hombre gira la cabeza hacia mí. Me apuro a girar la cabeza yo también, pero el hombre me habla:

—La culpa es del que está arriba —y señala con el índice hacia alguna región por sobre nuestras cabezas—, que no sabe organizar las cosas.

—Es verdad.

Vuelta a contemplar las orejas manchadas. La chica que está detrás de mí se aburre y se va. Pero ahora que me fijo ya hay otras dos personas en la cola, atrás de todo. Del muchacho de camisa blanca y corbata negra, ni noticias.

Los mostradores del banco forman una gran ele: lo que sería el trazo vertical es largo, el trazo horizontal corto, y hay una patita adicional al término del trazo horizontal, que en una ele de verdad quedaría apuntando hacia abajo. Las dos cajas a las que lleva esta cola, números 1 y 2, están en esa patita. La cola recorre todo el trazo horizontal de la ele a unos dos metros de distancia, tropieza con los vidrios de la puerta del banco, que están en diagonal con el vértice de la ele, y continúa varios metros más a lo largo del trazo vertical. Ahí estoy yo, con la ele a mi izquierda y la puerta al frente y a la derecha.

Por el momento no hay más deserciones. Me había ilusionado con que media cola desapareciera frente a mí y así ganar tiempo. Pero no. El problema principal, sin embargo, no es ése: al parecer nadie termina de ser atendido. La gente que está en las cajas es la misma que cuando llegué, hace unos diez minutos. Si me dejara llevar por la información disponible (cero atendidos en diez minutos) llegaría a la conclusión de que el tiempo de cola será infinito.

—Esta es una de esas colas que no se mueven —dice otro hombre, que está delante del que tiene las orejas manchadas, y que acaba de dar media vuelta. El de las orejas manchadas responde algo que no entiendo, y el otro decide irse.

Un paso más al frente.

Allá arriba, el primer piso parece el pullman de los teatros: una plataforma elevada que ocupa más o menos la mitad de la superficie del salón. Por el borde, que tiene una reja al estilo de los balcones antiguos, puedo ver una serie de espaldas de personas sentadas, que seguramente hacen otra cola aunque un poco más cómoda que esta. Alguien, un empleado del banco, está tirando de un hilo que cuelga hasta la planta baja. En la punta del hilo hay un broche grande y negro. Cuando el broche llega a sus manos le coloca una pequeña pila de papeles y, lentamente, vuelve a descolgarlo soltando el hilo de a poco. Los papeles cuelgan ahí abajo, a la espera de que otra persona los vaya a buscar.

Un poco más atrás cuelga otra cosa: las ramas larguísimas de un potus más saludable que la gente que lo rodea. Las ramas llegan casi tan abajo como el hilo. Si siguen así, pronto podrán reemplazarlo.

La cola se mueve. Mientras estaba distraído ha cambiado la gente atendida en las cajas. Es un acontecimiento. La excitación se propaga por la hilera de gente como un reguero de pólvora. Todos avanzamos dos pasos, alertas, despiertos, algunos incluso sacando formularios de adentro de los sobres o ajustándose el saco o la campera. Necesitamos ser optimistas.

Miro detrás de mí, y resulta que hay al menos diez personas nuevas.

(Continuará.)

Frente a mi edificio está la escuela de cocina del Gato Dumas

Frente a mi edificio está la escuela de cocina del Gato Dumas. Los alumnos suelen formar rondas en la vereda, tal vez entre clases, tal vez a la espera de que el horno haga su trabajo. Están vestidos de cocineros, el saco blanco cruzado con botones hasta el cuello. Son jóvenes, casi todos hombres. Fuman. Sólo con verlos uno se imagina platos elaborados, salsas aromáticas. Da hambre cruzarse con ellos, un hambre sofisticada, de restaurante de lujo. No sé qué pensarán los futuros chefs, cómo se verán a sí mismos, qué relación tendrán con la comida, con su comida. Ayer había dos de ellos en el kiosco de al lado, masticando superpanchos.

Pienso en los ruidos que me llegan en este momento

Pienso en los ruidos que me llegan en este momento como si fueran música experimental.

Para empezar hay percusión. Viene de la ventana, que consiste en dos hojas corredizas de muy mala calidad. Las hojas tienen juego, no están bien ajustadas en su sitio, de manera que cada ráfaga de viento las mueve. Hay, con toda claridad, dos sonidos diferentes: uno más grave, toc, y uno más agudo, tac. Típicamente se repiten: toc toc, y unos momentos después tac tac, o al revés. Pero no siempre. Tampoco llevan ningún ritmo. Hay largos silencios entre una ocurrencia de cualquiera de esos dos ruidos y la siguiente. Sería fácil hacer samples de ambos y reproducir el efecto. Eso sí, el volumen varía: a veces son suaves, a veces más fuertes. Cada cinco o diez minutos puede llegar a haber un golpe que me sorprenda.

Más lejos, en este mismo instante, se oye un avión. Cuando me di cuenta el ruido ya estaba desde hacía un rato. La memoria auditiva tiene esas cosas: así como uno puede entender retrospectivamente lo que otro dijo, aún sin haber prestado atención, analizando lo que quedó almacenado en el “buffer de los oídos”, del mismo modo se da cuenta de que cierto ruido, como el del avión ahora, estaba presente desde antes, aunque uno no fuera consciente. Es un efecto difícil de lograr en una grabación, hay que introducir el sonido con suavidad, tal vez enmascararlo en otro. Se puede, sin embargo. Mucho trabajo para una sola aparición, pero enriquece el conjunto.

El ruido más constante es el de los niños de la escuela que queda a unos cincuenta metros. Seguramente están en un recreo. Algo difícil de describir. La capacidad de identificar ese ruido como proveniente de un grupo de humanos es algo adquirido: no se distingue ninguna voz en particular, menos aún palabras, y sin embargo no hay dudas de su procedencia. Me pregunto cuánto tiempo de sampling sería necesario para dar la ilusión de continuidad sin repetición. ¿Tanto como la duración de la pieza musical? ¿O se puede repetir? Tal vez fuera posible usar una muestra relativamente breve, siempre que se la pueda separar en partes de longitud arbitraria y luego combinar esas partes en una secuencia, disfrazando con cuidado las junturas.

También hay perros que ladran. No siempre. Y cuando aparecen, aparecen en racimos. Hay que samplear cada ladrido, una variedad de ladridos, y luego meterlos en la pieza musical usando algún algoritmo aleatorio que tienda a reunirlos en paquetes. Y no exagerar: son pocos los ladridos, bastante espaciados. Si hubiera más, se llevarían la experiencia sonora a su propio territorio.

Está el tránsito, que es bastante complicado. Para empezar, porque desde aquí se oye poco. A veces no se distingue nada en absoluto. Por lo general, hay algún zumbido de motor, normalmente de colectivo o motocicleta. Dos motocicletas y dos colectivos deberían ser suficientes, siempre que se varíe el volumen y la duración. Uno con aceleración intensa, el otro a un número constante de RPM pero con cierto efecto Doppler. Además, un zumbido más bien genérico, poco identificable, de bajo volumen, para usar el cincuenta o el sesenta por ciento del tiempo.

Casi olvido el otro zumbido, el de la computadora. Es porque lo oigo todo el día, y con frecuencia me olvido de que existe. La parte que corresponde al ventilador es lo más fácil de todo: una muestra muy breve, repetida indefinidamente, bastaría. Pero también habría que tomar en cuenta los chasquidos del disco rígido, la eventual búsqueda en el lector de CDs. Más samplings breves.

Y, por supuesto, el teclado. Pero pienso que habría que ignorarlo. El ruido del teclado es producto de estar escribiendo esto. Y más en general, aparece porque estoy aquí para percibir los otros ruidos. Junto al resto del ruido que yo mismo origino, lo mejor sería que quedara fuera de la experiencia sonora. El oyente debe convertirse en el nuevo sujeto de la experiencia, sin sentir que es testigo de una experiencia mía, ni (lo que sería aún peor) que está acompañado.