Autor: Eduardo Abel Gimenez

Diciembre, 1961

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De vacaciones en La Falda. Por entonces todavía salía la revista El Pato Donald, todos los martes. Yo estaba desesperado por tenerla, y el martes, en La Falda, la revista no había llegado. Mis padres se la encargaron a un diariero que pasaba cada día por el comedor del hotel. Unos días después, ahí mismo, junto a esta mesa, apareció el diariero con la revista y una frase: “¡Qué revistaza!”. La alegría que me dio. El momento se convirtió en un clásico familiar. Durante un tiempo, mi padre siguió diciendo “¡Qué revistaza!” en distintas ocasiones.

Sin fecha (1961)

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Fue la única vez que pintaron una foto mía. Abajo está la versión sin pintar (los tamaños reflejan la proporción que hay entre las respectivas copias). Lo que tengo en las manos es un álbum de figuritas, de cuando eran redondas y las usábamos para jugar en la vereda. De qué me reía, no sé.

 

Marzo, 1960

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Mis padres no tenían cámara. Cada tanto, un tío le prestaba una a mi viejo, pero era un acontecimiento más bien excepcional. Por eso, mi madre me llevó a un estudio de fotografía. Yo tenía cinco años y nueve meses. En un sentido importante, la foto no miente: yo ya sabía leer, aunque apenas empezaba la escuela. En otro sentido, es falsa: el libro no era mío, me lo dieron ahí para fingir.

Febrero, 1960

4 febrero 1960

Tandil. Con mi madre y mi padre. No tengo hermanos. Ahora me doy cuenta de que ella andaba con un vestido sin mangas y él estaba de mangas cortas. Pero yo, aunque llevaba el pantalón corto obligatorio, tenía un saquito sobre la camisa. Típico de mi madre.

Enero, 1959

3 enero 1959

Yo tenía cuatro años y medio, y por fin había aprendido a posar para las fotos. Ya subí al blog otra toma de ese momento, por el mismo fotógrafo.

Julio, 1955

2 julio 1955

Un año y un mes. Practicando eso de contemplar las dificultades de la vida. Mi papá sacó la foto (como la de ayer).

Octubre, 1954

1. octubre 1954

Con mi mamá. Yo tenía cuatro meses. Ella, veintiocho años. Supongo que la foto no le gustó: no supe que existía hasta hace un par de meses, cuando la encontré en un sobre con otras fotos viejas.

El hombre en el castillo, de Philip K. Dick

Durante toda una semana el señor R. Childan había examinado ansiosamente el correo, esperando encontrar el valioso envío de los Estados de las Montañas Rocosas. Cuando abrió la tienda el viernes a la mañana y vio que en el suelo sólo había cartas pensó que iba a tener dificultades con el cliente.

Se sirvió una taza de té instantáneo del aparato automático de la pared, y enseguida se puso a barrer con una escoba. Artesanías Americanas, S. A. quedó pronto preparada para recibir a los clientes del día, limpia y reluciente, con cambio abundante en la caja registradora, un florero de caléndulas nuevas, y música de fondo en la radio. Afuera, en la calle Montgomery, los hombres de negocios corrían a las oficinas. Lejos, pasaba un coche funicular. Childan se detuvo a mirarlo, complacido. Mujeres con largos vestidos de seda de color… Sonó el teléfono y Childan se volvió hacia el aparato.

—Sí —dijo una voz familiar, y Childan sintió que se le encogía el corazón—. Habla el señor Tagomi. ¿Mi cartel de reclutamiento para la guerra civil no llegó todavía, señor? Recuerde, por favor, que me hizo usted una promesa la semana pasada. —La voz encocorada y rápida era apenas cortés, a punto de traspasar los límites del código—. ¿No dejé un depósito, señor Childan, con esa condición? Se trata de un regalo, como usted sabe. Ya se lo expliqué. Un cliente.

—He hecho largas averiguaciones a mis expensas, señor Tagomi —dijo Childan—, acerca de esa mercadería, pero usted sabe que no se fabricó en esta región, y por lo tanto…

—Entonces no ha llegado —interrumpió Tagomi.

—No, señor Tagomi.

Una pausa helada.

—No puedo esperar más —dijo Tagomi.

—No, señor.

Childan contempló morosamente el día cálido y brillante y los rascacielos de San Francisco, del otro lado del escaparate.

—Alguna otra cosa entonces. ¿Qué me recomienda usted, señor Childán?

Tagomi había pronunciado mal el nombre, deliberadamente. Un insulto, dentro de los límites del código. Robert Childan, realmente mortificado, sintió que se le enrojecían las orejas. Las aspiraciones, temores y tormentos que lo consumían diariamente salieron a la superficie, abrumándolo, paralizándole la lengua. Se tambaleó, sosteniendo el teléfono con una mano húmeda. En la tienda flotaba el aroma de las caléndulas, sonaba la música, pero Childan sentía como si estuviese precipitándose cabeza abajo en las aguas de un mar distante.

Así empieza El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), de Philip K. Dick, traducido por Manuel Figueroa. Minotauro, Buenos Aires, 1974.

7 El hombre en el castillo

Las sirenas de Titán, de Kurt Vonnegut

Ahora todos saben cómo encontrar el sentido de la vida dentro de uno mismo.

Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro.

No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma.

Las religiones de pacotilla eran el gran negocio.

La humanidad, ignorante de las verdades que yacen dentro de cada ser humano, miraba hacia afuera, pujaba siempre hacia afuera. En su impulso hacia afuera la humanidad confiaba en llegar a saber quién era el responsable de toda la creación y en qué consistía toda la creación.

La humanidad lanzaba sus agentes de avanzada hacia afuera, hacia afuera. En el momento preciso los lanzó al espacio, al incoloro, insípido, ingrávido mar de la exterioridad sin fin.

Los lanzó como piedras.

Esos desdichados agentes encontraron lo que ya habían encontrado abundantemente en la Tierra: una pesadilla sin fin, falta de sentido. Los dones del espacio, de la infinita exterioridad, eran tres: heroísmo vacío, comedia barata y muerte fútil.

La exterioridad perdió, por fin, sus imaginarios atractivos.

Sólo quedaba por explorar la interioridad.

Sólo el alma humana seguía siendo terra incógnita.

Este fue el comienzo de la virtud y la sabiduría.

¿Cómo eran las gentes en los viejos tiempos, con sus almas todavía inexploradas?

La siguiente es una verdadera historia de la Época de la Pesadilla, comprendida, año más, año menos, entre la Segunda Guerra Mundial y la Tercera Gran Depresión.

Así empieza Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan), de Kurt Vonnegut, traducido por Aurora Bernárdez. Minotauro, Buenos Aires, 1971.

6 Las sirenas de Titán

El mundo sumergido, de J. G. Ballard

Pronto habría demasiado calor. Kerans se asomó al balcón del hotel, poco después de las ocho, y observó cómo el sol subía detrás de las matas espesas, las gimnospermas gigantes que se amontonaban sobre los techos de los almacenes abandonados, a cuatrocientos metros de distancia, en el lado oriental de la laguna. El implacable poder del sol atravesaba las frondas tupidas y oliváceas, y los rayos refractados y romos martilleaban el pecho y los hombros desnudos de Kerans, que transpiraba ahora. Kerans se puso un par de lentes oscuros, protegiéndose los ojos. El disco solar no era ya una esfera definida, sino una vasta elipse creciente que se extendía en abanico a lo largo del horizonte oriental, como una colosal bola de fuego, transformando con sus reflejos la superficie plúmbea e inerte de la laguna en un brillante escudo de cobre. Al mediodía, cuatro horas más tarde, el agua parecería un fuego encendido.

Comúnmente, Kerans se despertaba a las cinco, y llegaba al laboratorio biológico a tiempo para trabajar cuatro o cinco horas antes que el calor fuese intolerable, pero esta mañana se resistía a abandonar el refugio herméticamente cerrado y fresco de las habitaciones del hotel. Había empleado dos horas sólo en el desayuno, y luego completó seis páginas de su diario, retrasando deliberadamente la partida hasta que el coronel Riggs pasase por el hotel en la lancha, sabiendo que entonces sería demasiado tarde para ir al laboratorio. El coronel tenía la costumbre de quedarse charlando una hora, principalmente cuando podía animarse con unas pocas rondas de aperitivo, y no se iría antes de las once y media, a la hora del almuerzo en la base.

Por alguna razón, no obstante, Riggs se había retrasado. Quizá había dado un rodeo más largo que de costumbre por las lagunas próximas, o esperaba a que Kerans llegara al laboratorio. Durante un instante Kerans pensó en tratar de comunicarse con Riggs mediante el transmisor de radio del salón, pero el aparato estaba sepultado bajo una pila de libros, y tenía la batería descargada. La primera emisión matutina de alegres canciones populares y noticias locales —el ataque de dos iguanas a un helicóptero la noche anterior, los últimos informes sobre temperatura y humedad— se había interrumpido bruscamente, y el cabo encargado de la estación de radio en la base le había protestado a Riggs. Pero el coronel sabía que Kerans deseaba cortar, inconscientemente, todo lazo con la base —el cuidadoso descuido de la pila de libros que ocultaba el aparato contrastaba de un modo demasiado obvio con el orden minucioso de Kerans en todo lo demás— y aceptaba con tolerancia esa necesidad de aislamiento.

Así empieza El mundo sumergido (The Drowned World), de J. G. Ballard, traducido por Francisco Abelenda. Minotauro, Buenos Aires, 1966.

5 El mundo sumergido