Autor: Eduardo Abel Gimenez

Expreso 33

Cuarta entrega del Correo de Imaginaria. Revista Expreso Imaginario N° 33, abril de 1979. Esta vez, las ilustraciones de la página son de Resorte Hornos. Abajo va el texto digitalizado.

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Foto de Farrell Grehan

Buenas noticias

Cuando un imaginariano recibe buenas noticias, se siente obligado a visitar a su vecino y darle buenas noticias también a él. Esto les pasa a todos los imaginarianos, de modo que la cadena se forma enseguida, y no termina jamás.
El problema más grande es que las buenas noticias deben ser siempre diferentes: cada imaginariano se alegra o se entristece con diferentes cosas; además, si se repitiera lo mismo todo el tiempo, pronto las buenas noticias morirían de viejas.
El esfuerzo que esta renovación continua requiere es fácil de comprender. Día a día, minuto a minuto, ay que estar pensando, inventando, fabricando, encontrando buenas noticias, hay que descubrirlas, crearlas, adaptarlas, redondearlas. Y la cadena de buenas noticias no es una sola, hay muchas, casi tantas como imaginarianos en Imaginaria.
Se puede decir que este ritual consume la mayor parte de las energías del lugar. Sin embargo, tanta actividad tiene su recompensa. Y hay que ver con qué alegría escucha el imaginariano cuando llaman a su puerta, y cuántas cosas ocurren en una sola cuadra cuando, al atardecer, la ronda de buenas noticias se instala en las casas y transforma el universo.

Aire

Cuando una chimenea empieza a echar humo, el aire de Imaginaria se va.
Sabiendo esto, los imaginarianos piensan mucho antes de quemar algo. Hay que tener cuidado con lo que se quema, no porque haya leyes que lo prohíban, o porque se produzcan accidentes. Si uno no tiene cuidado, el aire se va, y después hay que esperar días y días hasta que se decide a volver.
Los incendios son una excepción. Sabiendo cuánto se divierten los imaginarianos con un incendio, el aire se queda.
La cuestión es que los imaginarianos están tan acostumbrados a no quemar nada que ya no necesitan hacerlo, y a nadie le molesta la actitud del aire. No es una actitud egoísta, dicen. Si el aire no se cuidara tanto, Imaginaria tendría muchos más problemas de los que tiene.

Cartas

A los imaginarianos les encanta escribir cartas. Le escriben a todo el mundo. Uno de sus mayores orgullos es mostrar sus colecciones de cartas al no iniciado, sepultarlo bajo toneladas de papel, aplastarlo con palabras en tinta negra y letra prolija.
Se escriben cartas a sí mismos y después las contestan, les escriben a sus vecinos, a habitantes de países que no existen, a los pájaros, le piden al cielo que llueva y a las semillas que crezcan, se cuentan chistes, inventan historias, seudónimos, personajes, le envían poemas al árbol de su jardín, recortes de diarios al mar, usan idiomas que nadie entiende, y todo lo hacen con la mayor seriedad, porque es un pasatiempo nacional.
A veces ocurren accidentes, y es necesario evacuar un edificio de correos o mover con topadoras los trenes repletos de cartas, para aliviar las vías sobrecargadas. Hay días en que los aviones correo eclipsan al sol; y cuando los ríos de papel desbordan, ciudades enteras quedan inundadas, y no hay otro remedio que recurrir a las brigadas de polillas.
Pero los imaginarianos aceptan felices estos riesgos, porque para ellos nada es más importante que poseer un sobre recién llegado, en cuyo dorso se lea: el Mar, el Aire, la Montaña, o Dios.

Expreso 29

Tercera entrega del Correo de Imaginaria. Revista Expreso Imaginario N° 29, diciembre de 1978. Abajo va el texto digitalizado.

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Las sombras de los árboles

En Imaginaria, las sombras de los árboles tienen vida propia. Claro, no cualquier sombra, ni cualquier árbol. No podemos pretender mucho de un árbol sin personalidad, un árbol que lo único que quiere es crecer hasta donde se espera que crezca, vivir hasta donde la vida no traiga sorpresas.
Pero los otros árboles, las otras sombras, tienen mucho que decir, mucho que hacer.
En Imaginaria, uno puede ser amigo de un árbol o no. Si se es amigo del árbol se es amigo de su sombra. O mejor, la sombra se hace amiga de uno, y lo cubre cuando hace calor, o se corre a un costado y se hace chiquita cuando uno quiere sentarse al sol. Y cuidado con engañarla, cuidado con pedir algo de mala manera.
Como decía, eso pasa solamente con los árboles que saben qué vale la pena.
Si no se es amigo, mejor quedarse en casa. Esto no es mucho problema, porque los que no son amigos de los árboles suelen ser amigos de las paredes, los papeles y las sillas.
La ayuda se extiende también de árbol a árbol. Curiosamente, en Imaginaria no hay árboles que crezcan unos encima de los otros. Jamás vas a encontrar dos troncos que estén demasiado cerca. Vigilan mucho su suelo, saben cuánto necesitan para vivir.
En cambio, las ramas se mezclan en lo alto. Es muy lindo ver, los días de brisa, cómo las hojas de diferentes árboles bailan juntas, murmuran en acordes justos, y cómo las sombras de las hojas te hacen cosquillas en los pies y juegan a esconderte del sol.
Las sombras conocen bien el terreno. Están todo el tiempo explorándolo, y se pueden pasar hasta seis horas tocando una hoja de hierba.
–Todos los días hay cambios –dicen las sombras– y muchas veces en un solo día hay millones de cambios pequeños pero significativos.
Uno se pregunta qué ciencia desarrollan, qué raros fines persiguen con tanto tocar y tocar. A veces parece que estuvieran jugando, nada más.
Se dice que entre juego y juego, las sombras hacen acuerdos con las hormigas, charlan, comparan observaciones y experiencias. Pero no esperes que una sombra te hable de eso, por grande que sea tu amistad con ella. Y una hormiga tampoco, porque hasta ahora nadie descubrió cómo hacer que una hormiga haga lo que uno quiere, ni siquiera en Imaginaria.
Con todo esto, a uno se le podría ocurrir que las sombras se dedican solamente a las cosas pequeñas y que la pasan bien casi todo el tiempo.
–Bueno, sí –contestan–, es lo que nos gusta.
Lo mejor de todo tiene al anochecer. Las sombras se estiran, hacen los últimos ejercicio del día, llegan a los bordes de las plazas y los parques, abrazan todo lo que encuentran. Es su saludo. La alegría las lleva a cansarse mucho, pero no importa, porque entonces ya es de noche. Cuando el sol de Imaginaria se esconde, las sombras se acuestan todas juntas y se ponen a dormir.

Sentido del orden

Lo primero que aprende un imaginariano es a comparar espejos y nadar río arriba. Nadie puede dudar de la utilidad que tiene para cualquier persona, especialmente para una persona de Imaginaria, saber comparar espejos y nadar río arriba. Pero sí se puede preguntar por qué eso primero, en vez de otras cosas.
–¿Y por qué no? –dice el imaginariano común.
–Porque hay cosas más importantes que aprender: hablar, pensar, caminar, elegir…
–Estoy de acuerdo con que son cosas más importantes, pero ¿por qué aprenderlas antes? –y el imaginariano te mira como si le estuvieses proponiendo sembrar nubes o criar lluvias (dos cosas que en Imaginaria no se tienen por posibles, como puede verse).
No trates de convencerlo. Lo que pasa es que en Imaginaria no hay un sentido universal del orden, o de los órdenes. Por lo menos no hay un sentido reconocible. Los imaginarianos no se guían por ninguna ciencia para establecer qué va antes, y qué va después. Ni siquiera se ponen a pensar en eso. Tienen un orden propio, dicen, y no están dispuestos a discutirlo. Tienen su abecedario, su manera de levantar una casa, su manera de educar a los hijos, su manera de no educarlos, su método científico, su idea acerca de qué importa y qué está de más.
Esto vale para cada uno de ellos, y los aleja de sus vecinos, los aleja unos de otros, y a veces hace que sus vidas resulten incomprensibles. Pero ellos dicen que la pasan bastante bien. Y nadie compara espejos mejor que ellos, mientras que la natación (río arriba) es su deporte nacional.

Expreso 28

Segunda entrega del Correo de Imaginaria. Revista Expreso Imaginario N° 28, noviembre de 1978. Abajo va el texto digitalizado.

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Foto de tapa de Arturo Encinas

Caminos

En los caminos de Imaginaria se puede encontrar cualquier cosa. Es famoso el caso del camino que va en línea recta y sin embargo vuelve sobre sí mismo, de modo que una vez que entraste no te deja salir. O el caso del camino que tiene un puente para armar y desarmar si uno se aburre. Hay caminos que nunca están en un mismo lugar, y caminos que no se mueven por más que se les ruegue. Hay caminos que no llevan a ninguna parte y caminos que no traen de ninguna parte y caminos que se empecinan en llevarte siempre hacia atrás.
Los mapas de Imaginaria se adaptan a las actitudes más extrañas de los caminos, pero no siempre. Es común ver a un imaginariano discutiendo con un camino que no acepta razones.
–El mapa dice que por allá.
–Y yo digo que por acá.
Lo peor es en verano, cuando los caminos se van de vacaciones. Entonces las playas y las montañas se llenan de caminos, y no es difícil ver caminos en el mar o en las pistas de nieve. La confusión que esto produce no se parece a ninguna otra cosa.
La verdad es que si los caminos se atreven a tanto es porque los imaginarianos también se atreven a mucho. Una vez un viajero contó que en mitad de un camino (por lo demás, un camino muy respetable) había un barco anclado, y no se quería correr por nada del mundo.
–¿Por qué tendríamos que corrernos? –decía el capitán.
–Porque el camino no está hecho para que los barcos naveguen.
–No estamos navegando –y el capitán señalaba las anclas, clavadas en tierra.
–Entonces, porque están cortando el paso.
–Usted también nos corta el paso a nosotros, si decidimos ir hacia allá.
–Entonces porque sin agua, haga lo que haga, el barco no se va a mover.
–¿Que no? –dijo el capitán, y ordenó levar anclas y poner proa a los campos de trigo.
Cuando el barco salió del camino, el viajero pudo seguir viaje.

El atraso del mar

Algo que los imaginarianos no consiguen resolver es el atraso del mar.
El mar llega tarde, y por más que se le hable, que se lo empuje, que se quiera entrar en razones con él, vuelve a llegar tarde, y así siempre.
La explicación más común dice que el mar se cansó de ir y venir, después de tantos millones de años. Pero nadie cree en ella.
–Lo que pasa es que tiene muchas ocupaciones –dicen algunos, mientras caminan por la playa vacía. Pero ¿en qué puede estar ocupado el mar?
No es raro que los imaginarianos prefieran ir a la montaña cuando salen de vacaciones.

Saludos

Este año, en Imaginaria hay novecientas dieciocho palabras distintas para decir hola. La razón es muy sencilla: una palabra para cada estado de ánimo, una palabra para cada relación. No es cosa de saludar del mismo modo a un amigo, un hijo, un vecino o alguien que recién se conoce, y menos si uno está más triste que ayer, o más alegre.
Si uno quiere inventar nuevas palabras, adelante. El único requisito es que sean necesarias.
En cambio, no hay palabras para despedirse. Se supone que si uno se despide es que está todo dicho, y entonces lo mejor es ir y saludar a otro.

Expreso 27

Empecé a escribir en el Expreso Imaginario en el número 4 (noviembre 1976). Mi primera nota fue sobre Philip K. Dick, de quien todavía era posible escribir en presente. Dos años después, en el número 27 (octubre 1978), salió por primera vez el Correo de Imaginaria, una página con breves textos de ficción que tendría 17 entregas en total, hasta el Expreso 48 (julio 1980). (De Correo de Imaginaria vendría, por supuesto, el nombre Imaginaria para la revista online que hice con Roberto Sotelo entre 1999 y 2014.)

Tengo digitalizados los textos del Correo de Imaginaria, pero ahora prefiero ponerlos como aparecieron en la revista. La foto se puede agrandar (click!) y es legible. Igual, abajo va el texto digitalizado.

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Dibujo de la tapa: Patrick Woodroffe

Incendios

En caso de incendio, el imaginariano pone una boletería y cobra entrada.
Se juntan muchísimos imaginarianos en un incendio. Llevan ropa de colores, instrumentos musicales, y bailan y cantan y cuentan cuentos alrededor del fuego. Así se divierten. Al mismo tiempo, los bomberos evitan que el fuego pase a otras casas, o queme el jardín, pero no lo apagan hasta que la fiesta termina.
Lo recaudado le alcanza al dueño del incendio para comprarse otra casa.
La forma del mundo

Una vez un imaginariano subió a la montaña más alta con un par de largavistas. Después de bajar dijo:
–El mundo es plano.
A todo aquel que discutiera lo invitaba a subir con él a la montaña y verlo con sus propios ojos. Pero como la montaña era de verdad muy alta nadie quería subir, y terminaban dándole la razón.
Con los años, la idea de que el mundo era plano se fue extendiendo. Un día empezaron a ponerla en libros, y a enseñarla en las escuelas.
Viendo esto, el imaginariano que había subido a la montaña, mucho más viejo y más sabio, empezó a decir:
–Fue una broma. No quería que se lo tomaran en serio.
Pero nadie lo escuchó, tal vez porque se había quedado casi sin voz, o porque a todos les parecía demasiado viejo para pensar con lucidez, o porque el presupuesto no alcanzaba para cambiar los planes de educación, o porque no querían escucharlo.
El tiempo pasó, y no se habló más del asunto.
No sabemos si el imaginariano mintió la primera vez o la segunda, o ambas, o ninguna de las dos. Cuando, varios siglos más tarde, alguien se atrevió a subir a la montaña y vio la verdad, no dijo nada.

La torre de hacer ruido

En Imaginaria hay una torre que se llama La Torre de Hacer Ruido. A ciertas horas del día los imaginarianos pueden subirse a la torre y hacer todo el ruido que se les ocurra.
Para eso la torre cuenta con muy buen equipo: bocinas, motores, platillos, máquinas enormes que no hacen nada más que un ruido descomunal. Allí los imaginarianos tienen planchas de acero, martillos, tambores, yunques, trompetas, máquinas estampadoras, sala de gritar, sirenas y pulidoras. También pueden llevar su propio equipo, si lo tienen, o sugerir nuevas ideas para hacer ruido en un libro que hay en la planta baja.
Sin embargo, no hay ninguna ciencia que estudie el ruido ni cómo mejorarlo. Por lo general, los imaginarianos están bastante conformes con el ruido que ya consiguen hacer, y no quieren saber nada con progresos técnicos o científicos que sólo servirían para aumentar sus necesidades.
Por supuesto, la torre es tan alta que desde la ciudad no se oye nada. Y nadie hace preguntas cuando un imaginariano entra con un paquete a la espalda, toma el ascensor y sube más allá de las nubes.
En todo lo demás, los imaginarianos son gente muy tranquila.

Onda verde

El taxista aceleraba todo lo posible, esa noche en que la avenida Córdoba estaba vacía. Al acercarse a una esquina, con el semáforo todavía en rojo, frenaba con ganas y me obligaba a agarrarme del asiento delantero para no irme de trompa. Esperaba un par de segundos, y en cuanto el semáforo empezaba a cambiar aceleraba otra vez al máximo, para repetir el ritual en la esquina siguiente. Así esquina tras esquina.

—Qué mal anda la onda verde —me dijo durante uno de esos ciclos, enojado, girando la cabeza hacia mí—. Los semáforos te ven venir y no reaccionan.

7

Lateralidad

Soy un lector con problemas de lateralidad. Me sumerjo en una escena, imagino vívidamente los detalles, la posición relativa de personajes y objetos, la relación entre las distintas partes que componen la narración, y de pronto sobreviene el desastre: “Bart miró a Stu, que estaba a su izquierda.” No, no y no: Stu estaba a la derecha de Bart. Y si tenía que estar a la izquierda, ¿por qué no me avisaron antes? Con la imaginación hecha pedazos, puede llevarme un rato largo reconstruir la escena, y nunca voy a dejar de pensar que ahora, por culpa del autor, la veo reflejada en un espejo.

6

Mensaje

(Escrito en 2004, con otra tecnología para mensajes de audio. Pensé en adaptarlo, pero no.)

Cuando el celular termina de cargarse lo desconecto y lo enciendo. Enseguida empieza con esos ruidos con que me informa que hay un mensaje. Marco el número para escucharlo. Es una voz de hombre, una voz triste, algo cascada, que transmite desesperación en una sola palabra:

—¡Betty!

Nada más. Sin pensarlo pulso la tecla para borrar el mensaje, y me arrepiento al instante. Debí conservar ese mensaje, para escucharlo otra vez, para coleccionarlo. Quizá incluso para grabarlo, hacer un archivo de audio y ponerlo acá. Pero ya está. Es tarde. Otro objeto de arte se ha perdido. No es tan grave. Más grave es que en algún lugar de esta ciudad haya alguien que de Betty sólo conserva un número de celular, y además equivocado.

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Entrada y Salida

Voy al banco a pagar una cuenta. Hay dos puertas de vidrio, una al lado de la otra. La izquierda dice Entrada, y más chico Empuje. Empujo, pero del lado equivocado, de manera que me llevo la puerta por delante. Entonces Empujo del otro lado y entro a un espacio vidriado, donde hay un cajero Banelco y otra puerta de vidrio que también dice Entrada, pero no Empuje sino Tire. La miro dos veces antes de Tirar, y así consigo Tirar del lado correcto. Ahora estoy en el interior del banco. No hay clientes en las cajas. Pago enseguida y doy media vuelta para salir. Ahora me toca ir por una puerta que dice Salida y Empuje. De vidrio. Ya las conozco, esas puertas, de manera que me lleva apenas un momento encontrar de qué lado se Empuja. Así llego a un breve pasillo, todo vidriado, que termina en la última puerta, que está a la altura de la primera, lleva a la calle y dice Salida y Tire. Tiro y Salgo. Y todo el tiempo me estuvo mirando el tipo de seguridad.

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Ascensor

Un error, una trampa del cerebro. Llegando a casa, me doy cuenta de que no recuerdo haber bajado en el ascensor de la oficina donde estuve: mi memoria reciente me sitúa cerrando la puerta de la oficina, y después caminando por la vereda, sin registro de la etapa del ascensor. Me siento en falta, como si no hubiera hecho una tarea pendiente, o hubiera dejado a alguien esperando. Siento un nudo en el estómago. ¿Cómo pude olvidarme de bajar en el ascensor? En un segundo, o menos, me digo que si estoy aquí es porque bajé en el ascensor, lo recuerde o no. Es evidente, no hay otra posibilidad. Pero me resulta difícil convencerme a mí mismo. Queda una cierta intranquilidad, que horas más tarde no termina de despejarse.

3

Serio

Tengo las llaves en el bolsillo del pantalón. Mientras camino por la calle golpeteo las llaves con las puntas de los dedos, haciendo ritmos. Suenan como una pandereta. Eso cuando no hay nadie cerca. Cuando viene alguien enderezo la espalda, bajo las cejas, acomodo la mochila en el hombro izquierdo y en general actúo tan serio y preocupado como se debe estar en estos tiempos.

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