Un nuevo juguete, que se presenta como “el más grande del mundo”, llegará a los comercios del ramo antes de la próxima Navidad.
Creado por Mens Sana Corp., se trata de LYPS, nombre que deriva de la palabra “Ellypse”, y es a la vez acrónimo de “Little Yellow Planetary System”.
Como su nombre sugiere, consiste en un sistema solar completo, a escala uno en mil millones. La pieza central, una pelota inflable de intenso color amarillo que alcanza alrededor de un metro de diámetro, contiene una lámpara y requiere dos baterías comunes. “De noche será espectacular”, asegura Venus Lander, CEO de Mens Sana Corp, “visible desde todos los confines del juego”.
El resto de los elementos, en su mayoría bolas de plástico comparativamente pequeñas, llegarán en un tablero con etiquetas que facilitarán su identificación. Por ejemplo, la Tierra será una bola azul con un diámetro algo superior al centímetro, e irá acompañada por una bola blanca de tres milímetros, la Luna.
Estarán todos los planetas y sus lunas conocidas. “Para simplificar”, aclara Ms. Lander, “hemos unificado todas las lunas de menos de doscientos kilómetros de diámetro en bolitas de dos milímetros”.
El toque verdaderamente original de LYPS es un tubo delgado que contendrá varios gramos de arena común. El tubo incluye un sistema especial que permite extraer un solo grano por vez. Se trata del cinturón de asteroides, que tantas veces ha sido dejado de lado.
Junto a estas piezas que harán las delicias de grandes y chicos, un manual de casi mil páginas explicará el montaje inicial y posterior desarrollo del juego.
“Con la ayuda de un carrete de hilo de varios kilómetros de longitud, que lleva una marca cada metro”, explica Ms. Lander, “será posible para el usuario tomar las medidas necesarias para situar cada planeta, luna y asteroide del sistema solar en una representación exacta del sistema solar auténtico. El manual incluye la disposición de las piezas para representar cualquier momento de un período de diez mil años, cinco mil hacia el pasado y cinco mil hacia el futuro”.
La bolita que representa la Tierra, por ejemplo, deberá ser situada a unos ciento cincuenta metros de la pelota—Sol, con la Luna a cerca de cuarenta centímetros de ella. El diámetro total del juguete, una vez armado, será de más de ocho kilómetros, aunque esta medida es extremadamente variable en función de la excéntrica órbita de Plutón.
El primer cliente de Mens Sana Corp es un colegio de Pittsburgh, que ya ha encargado su ejemplar a pesar de que aún faltan cinco meses para la comercialización del producto. “Nos convenció el bajo precio y el alto potencial didáctico”, dice el doctor S. A. Turn, director del colegio. “Por sólo 29,90 recibiremos el equipo completo. Y calculamos que la adquisición de los terrenos necesarios para el armado, más su preparación adecuada, sólo insumiran unos veinte millones de dólares adicionales”.
Es probable que otros colegios se sumen pronto a la iniciativa del doctor Turn, ya que LYPS es ideal para jugar en grupo. “Nuestra propuesta es actualizar la posición de las piezas al menos una vez al día”, dice Ms. Lander, “para lo cual recomendamos contar con unos sesenta y cinco niños, particularmente por la cantidad de asteroides que intervienen, y la supervisión de cinco o seis adultos provistos de largavistas”. La venta de largavistas es uno de los rubros laterales a que se dedica Mens Sana Corp.
La empresa, hasta el desarrollo de este revolucionario juguete, sólo se ocupaba de negocios inmobiliarios. “Rubro en el que prevemos también una considerable expansión”, agrega Ms. Lander mientras parte rumbo a Pittsburgh.

Este texto apareció en este blog hace muchos años, y luego en Rinoceronte y otros especímenes, caja-libro en edición artesanal de Dábale Arroz.


Los libros de historia afirman que la Guerra de los Robots empezó el 29 de abril de 1718, con la invasión de París. Es un error. Pocos días antes del gran despliegue en la capital de Francia, las fuerzas enemigas se enfrentaron por primera vez en un sitio menos visible, y sobre todo menos atractivo para la posteridad: un pequeño buque a la deriva, en medio del océano Índico, con solo dos tripulantes a bordo.
Se dice que en las estepas de la Luna no hay lugar para el ocio, la belleza o el amor. Quienes no han estado allí suponen que son territorio de dolor, sed y desconsuelo. Y es lógico que así sea, pues las estepas de la Luna saben ocultar sus tesoros a quienes las contemplan de lejos, ya sea a través de un telescopio o a bordo de los modernos cohetes que siguen viaje al oasis abundante de Venus.
Erwin Rhodes se calzó el casco, acomodó el arnés que lo retenía en el asiento y esperó. La ansiedad se vertía en gotas de sudor que le enmarcaban el rostro. Los otros tripulantes también se agitaron en sus sitios. Solo se oía la voz monótona de la radio, con su rítmico recitado de números. Los últimos segundos de cuenta regresiva eran los peores.
El ambiente clásico, un poco solemne, del gran salón contrastaba con las risotadas de un grupo de hombres que ocupaba el rincón más alejado de la entrada. El doctor Washbourne Savitz, secretario de la Sociedad Física Imperial, los miró con desaprobación. Era su responsabilidad que el pequeño grupo de científicos que había convocado pudiera intercambiar opiniones sin que nada los molestar. Por suerte, parecían incapaces de percibir lo que ocurría a su alrededor. Sentados en torno a la pequeña mesa redonda, con las cabezas inclinadas hacia el centro —tan próximas que cada uno podía contar los pelos de la nariz de sus interlocutores—, seguían conversando en voz baja.
Magnolia avanzó decidida hacia las máquinas voladoras. La perspectiva de surcar los cielos la llenaba de una felicidad que por momentos lograba superar sus preocupaciones. El viento le envolvía el vestido en torno a las piernas. Sobre puntos casi opuestos del horizonte, los soles de Alcumbria se movían con sapiencia de estrellas.
Jones enfundó la pistola láser y miró a su alrededor. Los alienígenas, esta vez, no pudieron devolverle la mirada. Yacían revueltos entre las piedras de la costa, vencidos por la puntería de Jones y la miopía que les generaba la atmósfera terrestre.
Shepard alzó la maleta y empezó a andar hacia la nave espacial que lo esperaba. A un lado, dos robots guardianes lo observaban impasibles. Al otro, la pared de vidrio se interponía entre él y una ciudad en la que solo quedaban seres de metal.